Papa Francisco: «Cuánto daño hace fingir que los excluidos y rechazados no existen»
Presidió una misa para 6.000 personas sin hogar con motivo del Jubileo de los Excluidos
El Papa ha querido que el último gran evento del Jubileo esté dedicado precisamente a los considerados como «últimos» en la sociedad. Pero, en este caso, el ser los «últimos» del Año Santo no ha sido un desmerecimiento sino al contrario, el Santo Padre les ha dado la mejor de las acogidas en el Vaticano. Son más de 6.000 personas sin hogar de toda Europa y desde el viernes han vivido en Roma unas jornadas única y exclusivamente preparadas para ellos. Si bien se trata de un sencillo signo en medio del duro día a día de quien no tiene un techo bajo el que cobijarse, es un signo fuerte, una llamada de atención para que no «nos acostumbremos a este tipo de descarte». Es la constante reivindicación que Papa Francisco ha renovado este domingo durante la multitudinaria misa que presidió para ellos en la basílica de San Pedro.
El Santo Padre ha subrayado que «es para preocuparse cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al que sufre junto a nosotros o a los graves problemas del mundo, que se convierten solamente en una cantinela ya oída en los titulares de los telediarios».
Lejos de cualquier planteamiento naíf y consciente de que hablaba ante personas sin bienes materiales, ha invitado a la reflexión sobre lo que es verdaderamente importante en la vida. A partir de la lectura del profeta Malaquías, que se ha proclamado durante la celebración eucarística, el Pontífice ha perfilado dos categorías de personas. Por un lado, los que ponen su esperanza en Dios «eligiéndolo como el bien más alto de sus vidas y negándose a vivir sólo para sí mismos y a sus intereses personales». Por otro, y en contraposición, existen «los arrogantes, a los que han puesto la seguridad de su vida en su autosuficiencia y en los bienes del mundo».
A partir de ahí el Papa ha preguntado sobre «el significado último de la vida» y sobre si esa vida se cimienta en «el Señor de la vida o en las cosas que pasan y no llenan». Porque todo lo material, ha recordado el Santo Padre, pasa, «incluso los reinos más poderosos, incluso esta basílica», ha apostillado. También ha animado a «no tener miedo ante las agitaciones de cada época, ni siquiera ante las pruebas más severas e injustas que afligen a sus discípulos», puesto que «Dios no se olvida de sus fieles, su valiosa propiedad, que somos nosotros».
Por tanto, ha vuelto a inquirir: «¿Qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?». Dos cosas, según el Pontífice, «Dios y el prójimo». Aunque con demasiada frecuencia, «se prefieren las cosas que pasan», por encima de las personas que «tantas veces vienen descartadas». Conmovido, el Papa ha recordado que, son estas personas las que nos ayudan «a sintonizar con Dios, para ver lo que Él ve: Él no se queda en las apariencias, sino que pone sus ojos en el humilde y abatido, en tantos pobres Lázaros de hoy. Cuánto mal nos hace fingir que no nos damos cuenta de Lázaro que es excluido y rechazado». «Es darle la espalda a Dios», ha repetido el Papa en dos ocasiones durante la homilía.
También ha hablado de otra injusticia que debe alarmarnos a todos, «la esclerosis espiritual» que se apodera del cristiano cuando se centra en las cosas materiales «que hay que producir», en lugar «de las personas hay que amar». El Papa lo ha llamado «la trágica contradicción de nuestra época»: el progreso que no se detiene pero que cada vez excluye a más personas. «Es una gran injusticia que nos tiene que preocupar», ha insistido, porque nunca habrá «paz en nuestra casa si falta justicia en la casa de todos, no se puede estar tranquilo en casa mientras Lázaro yace postrado a la puerta». De ahí que antes de concluir sus palabras haya hecho una última petición, un esfuerzo por «abrir los ojos al prójimo, sobre todo al hermano olvidado y excluido. A quienes están en nuestra puerta»; como el pobre Lázaro que hasta su muerte pasó los días mendigando a la puerta del rico Epulón quien ni siquiera le dio las sobras de sus opíparos banquetes.
Ángeles Conde / ABC. Ciudad del Vaticano
«Os iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas» (Ml 3,20). Las palabras del profeta Malaquías, que hemos escuchado en la primera lectura, iluminan la celebración de esta jornada jubilar. Se encuentran en la última página del último profeta del Antiguo Testamento y están dirigidas a aquellos que confían en el Señor, que ponen su esperanza en él, que ponen nuevamente su esperanza en él, eligiéndolo como el bien más alto de sus vidas y negándose a vivir sólo para sí mismos y su intereses personales. Para ellos, pobres de sí mismos pero ricos de Dios, amanecerá el sol de su justicia: ellos son los pobres en el espíritu, a los que Jesús promete el reino de los cielos (cf. Mt 5,3), y Dios, por medio del profeta Malaquías, llama mi «propiedad personal» (Ml 3,17). El profeta los contrapone a los arrogantes, a los que han puesto la seguridad de su vida en su autosuficiencia y en los bienes del mundo. La lectura de esta última página del Antiguo Testamento suscita preguntas que nos interrogan sobre el significado último de la vida: ¿En dónde pongo yo mi seguridad? ¿En el Señor o en otras seguridades que no le gustan a Dios? ¿Hacia dónde se dirige mi vida, hacia dónde está orientado mi corazón? ¿Hacia el Señor de la vida o hacia las cosas que pasan y no llenan?
Preguntas similares se encuentran en el pasaje del Evangelio de hoy. Jesús está en Jerusalén para escribir la última y más importante página de su vida terrena: su muerte y resurrección. Está cerca del templo, «adornado de bellas piedras y ofrendas votivas» (Lc 21,5). La gente estaba hablando de la belleza exterior del templo, cuando Jesús dice: «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra» (v. 6). Añade que habrá conflictos, hambre, convulsión en la tierra y en el cielo. Jesús no nos quiere asustar, sino advertirnos de que todo lo que vemos pasa inexorablemente. Incluso los reinos más poderosos, los edificios más sagrados y las cosas más estables del mundo, no duran para siempre; tarde o temprano caerán.
Ante estas afirmaciones, la gente inmediatamente plantea dos preguntas al Maestro: «¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?» (v. 7). Cuando y cuál… Siempre nos mueve la curiosidad: se quiere saber cuándo y recibir señales. Pero esta curiosidad a Jesús no le gusta. Por el contrario, él nos insta a no dejarnos engañar por los predicadores apocalípticos. El que sigue a Jesús no hace caso a los profetas de desgracias, a la frivolidad de los horóscopos, a las predicaciones y a las predicciones que generan temores, distrayendo la atención de lo que sí importa. Entre las muchas voces que se oyen, el Señor nos invita a distinguir lo que viene de Él y lo que viene del falso espíritu. Es importante distinguir la llamada llena de sabiduría que Dios nos dirige cada día del clamor de los que utilizan el nombre de Dios para asustar, alimentar divisiones y temores.
Jesús invita con fuerza a no tener miedo ante las agitaciones de cada época, ni siquiera ante las pruebas más severas e injustas que afligen a sus discípulos. Él pide que perseveren en el bien y pongan toda su confianza en Dios, que no defrauda: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (v. 18). Dios no se olvida de sus fieles, su valiosa propiedad, que somos nosotros.
Pero hoy nos interpela sobre el sentido de nuestra existencia. Usando una imagen, se podría decir que estas lecturas se presentan como un «tamiz» en medio de la corriente de nuestra vida: nos recuerdan que en este mundo casi todo pasa, como el agua que corre; pero hay cosas importantes que permanecen, como si fueran una piedra preciosa en un tamiz. ¿Qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no desaparecen. Estos son los bienes más grandes, para amar. Todo lo demás –el cielo, la tierra, las cosas más bellas, también esta Basílica– pasa; pero no debemos excluir de la vida a Dios y a los demás.
Sin embargo, precisamente hoy, cuando hablamos de exclusión, vienen rápido a la mente personas concretas; no cosas inútiles, sino personas valiosas. La persona humana, colocada por Dios en la cumbre de la creación, es a menudo descartada, porque se prefieren las cosas que pasan. Y esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los ojos de Dios. Y es grave que nos acostumbremos a este tipo de descarte; es para preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre junto a nosotros o a los graves problemas del mundo, que se convierten solamente en una cantinela ya oída en los titulares de los telediarios.
Hoy, queridos hermanos y hermanas, es vuestro Jubileo, y con vuestra presencia nos ayudáis a sintonizar con Dios, para ver lo que él ve: Él no se queda en las apariencias (cf. 1 S 16,7 ), sino que pone sus ojos «en el humilde y abatido» (Is 66.2), en tantos pobres Lázaros de hoy. Cuánto mal nos hace fingir que no nos damos cuenta de Lázaro que es excluido y rechazado (cf. Lc 16,19-21). Es darle la espalda a Dios. ¡Es darle la espalda a Dios! Cuando el interés se centra en las cosas que hay que producir, en lugar de las personas que hay que amar, estamos ante un síntoma de esclerosis espiritual. Así nace la trágica contradicción de nuestra época: cuanto más aumenta el progreso y las posibilidades, lo cual es bueno, tanto más aumentan las personas que no pueden acceder a ello. Es una gran injusticia que nos tiene que preocupar, mucho más que el saber cuándo y cómo será el fin del mundo. Porque no se puede estar tranquilo en casa mientras Lázaro yace postrado a la puerta; no hay paz en la casa del que está bien, cuando falta justicia en la casa de todos.
Hoy, en las catedrales y santuarios de todo el mundo, se cierran las Puertas de la Misericordia. Pidamos la gracia de no apartar los ojos de Dios que nos mira y del prójimo que nos cuestiona. Abramos nuestros ojos a Dios, purificando la mirada del corazón de las representaciones engañosas y temibles, del dios de la potencia y de los castigos, proyección del orgullo y el temor humano. Miremos con confianza al Dios de la misericordia, con la seguridad de que «el amor no pasa nunca» (1 Co13,8). Renovemos la esperanza en la vida verdadera a la que estamos llamados, la que no pasará y nos aguarda en comunión con el Señor y con los demás, en una alegría que durará para siempre y sin fin.
Y abramos nuestros ojos al prójimo, especialmente al hermano olvidado y excluido, al Lázaro que yace delante de nuestra puerta. Hacia allí se dirige la lente de la Iglesia. Que el Señor nos libre de dirigirla hacia nosotros. Que nos aparte de los oropeles que distraen, de los intereses y los privilegios, del aferrarse al poder y a la gloria, de la seducción del espíritu del mundo. Nuestra Madre la Iglesia mira «a toda la humanidad que sufre y que llora; ésta le pertenece por derecho evangélico» (Pablo VI, Discurso de apertura de la IIª Sesión del Concilio Vaticano II, 29 septiembre 1963). Por derecho y también por deber evangélico, porque nuestra tarea consiste en cuidar de la verdadera riqueza que son los pobres. A la luz de estas reflexiones, quisiera que hoy sea la «Jornada de los pobres». Nos lo recuerda una antigua tradición, que se refiere al santo mártir romano Lorenzo. Él, antes de sufrir un atroz martirio por amor al Señor, distribuyó los bienes de la comunidad a los pobres, a los que consideraba como los verdaderos tesoros de la Iglesia. Que el Señor nos conceda mirar sin miedo a lo que importa, dirigir el corazón a él y a nuestros verdaderos tesoros.