Mucho se ha escrito y dicho sobre ella en los últimos días. Las más variadas personas de los más diversos ambientes profesionales y sociales –en donde Paloma desarrolló por décadas su trabajo– se han manifestado y han sido unánimes a la hora de destacar que fue una gran profesional, pero, antes que nada, una buena persona y una gran dama.
Muchos se han referido a la gran capacidad que tenía Paloma de sumar amigos, de estar siempre dispuesta a ayudar a los demás en la Città Eterna, de difundir la alegría del Evangelio, de transmitir las noticias del Vaticano y de Italia, de ser embajadora de España sin el nombramiento oficial, pero con el nombramiento popular del cariño de quienes la conocían y se habían acostumbrado a verla entrar en sus casas a través de la pequeña pantalla o de las ondas de la radio. Era alguien de casa en la mayoría de los hogares españoles durante décadas.
Y por eso el dolor de muchísimas personas que hemos sentido que se ha marchado alguien que era de los nuestros. Alguien que supo evangelizar siendo una gran periodista. Alguien que nunca ocultó lo que creía, y que supo tender puentes a mucha gente, incluso a quienes no pensaban como ella. Pero viéndola actuar, a muchos se le colocaba la pregunta: ¿Cuál la razón más profunda para que ella sea así como es? Y la respuesta se encontraba en su fe. Era buena persona, porque era buena cristiana.
Hace unos seis años, en una tarde de otoño, la llevé a conocer la Iglesia de San Benedetto in Piscinula –la iglesia de los Heraldos del Evangelio en Roma– en el Trastévere. Ella misma se reía diciéndome que era rarísimo que la llevasen a conocer una iglesia en Roma, pues era ella quien lo hacía con mucha gente. Se sorprendió mucho con el templo y observó todo con detalle. Luego fuimos a una cafetería vecina y tomamos un capuchino conversando de lo divino y de lo humano. Antes de ir hacia el coche, me dijo: «José Alberto, ¿te importa si volvemos a San Benedetto? Quiero rezar un poco». Allí, de rodillas, se quedó rezando un largo rato delante del Santísimo y, al salir, ya en el coche, camino de su residencia afirmó: «¡Cuánta paz! Qué ambiente sereno y tranquilo. Me ha gustado muchísimo la iglesia, es antigua y bonita, pero más aún me ha gustado el ambiente de paz y serenidad. He estado muy a gusto». Me acordé de este hecho al leer el excelente artículo de Manolo Bru en Alfa y Omega el jueves pasado.
Alguien que siempre vivió entre ruido, en aeropuertos, de viaje por el mundo entero, haciendo crónicas a tiempo y a destiempo, pendiente de la última noticia y del más reciente acontecimiento, gustaba del silencio, de la paz y la serenidad, que sobre todo en Cristo se encuentra.
Este miércoles por la tarde, desde la eternidad verá Paloma el templo de los Jerónimos lleno de gente, de amigos que iremos a recordarla y a rezar por ella pero, no sé por qué, pienso que ella mirará con amor la capilla del Santísimo en los Jerónimos y dirá: «Allí también, ¡cuánta paz hay!, pero paz, paz, verdaderamente paz, aquí en el Cielo, viendo cara a cara al Señor» y haciendo –digo yo– alguna que otra entrevista a la Virgen, a san Juan Pablo II, y a tantos otros santos que ya están para siempre en la serenidad y la paz que da la vida eterna.
Paloma, siempre Paloma, te extrañamos y te seguimos admirando por haber sido como fuiste y por transmitirnos esa paz y esa serenidad, que sabías ofrecer con tu alegría y entusiasmo que tanto bien hizo a tantos.
Gracias Paloma, siempre Paloma…