La llegada a los 18 años de la primera generación criada con pantallas y consumidora masiva de tiempo en las redes con sus dispositivos digitales supone uno de los mayores cambios culturales y sociales de la historia, que solo ahora —cuando se ven los daños en los cerebros jóvenes— empieza a recibir la atención debida por parte del Gobierno, la escuela y los padres de familia, en buena parte ignorantes de la entidad del problema o faltos de recursos para afrontarlo en el hogar.
La primera campaña para alertar a los padres sobre el consumo masivo por adolescentes ha sido Vamos a hablar de pornografía, del Ministerio de Igualdad, mediante anuncios en los medios de comunicación el pasado mes de octubre. Otros informes revelan la amplitud de las adicciones a videojuegos y apuestas —al principio sin dinero y después con él— por no mencionar la pérdida masiva de horas en redes como TikTok, Instagram o YouTube, deliberadamente adictivas, para extraer datos personales de valor comercial sobre la situación personal, filias, fobias, miedos, hobbies, etc. de los jovencísimos usuarios.
Una buena ayuda para salir del far west creado por las grandes plataformas tecnológicas son las 107 medidas propuestas en el reciente informe de 50 expertos multidisciplinares convocados por el Ministerio de Juventud e Infancia. Están destinadas al Gobierno y al Parlamento, pero también a educadores y padres. Van desde la edad mínima para usar pantallas, teléfonos móviles o redes sociales hasta la importancia del ejemplo de los padres y el diálogo con los hijos. Es muy importante no caer en la tecnofobia, pues los dispositivos tienen usos muy convenientes, ni en la falsa polémica entre prohibición y educación, ya que es necesario avanzar en los dos frentes, como se hace en países punteros. Quienes tienen hijos nativos digitales tienen que alfabetizarse como padres digitales para enseñarles un uso sano que no debilite la familia, devalúe la cultura ni polarice la sociedad.