Benedicto Sánchez Peña: «¡Padre, estoy aquí, soy tu hijo!»
Benedicto Sánchez Peña es misionero espiritano y toledano de nacimiento, aunque su corazón está en Angola. Con el pueblo angoleño compartió una larga guerra –que duró más de 30 años–, y también el difícil proceso de reconciliación posterior. «Llegué allí en 1986 para sustituir a otro sacerdote que falleció tras pisar una mina antipersona de camino a una aldea. Iba a celebrar la Misa de Pentecostés». En 2012 volvió a España para trabajar en un centro de toxicómanos en Aranda de Duero, centro que desde hace dos años es un albergue para peregrinos. «Deseo volver a Angola. Este mes me dirán si mis superiores aceptan mi petición de regreso». El misionero acaba de publicar Diarios de amistad en África (ed. Letras de autor) donde cuenta toda su experiencia africana
Llegó usted a Angola en 1986, en plena guerra civil. ¿Cuál era su labor?
Todo empezó el día que llegué, un 28 de agosto. Era domingo. Llevaba una lectura preparada sobre visitar a los huérfanos y a las viudas. Durante la homilía pregunté cuántos huérfanos había y levantaron la mano 70 niños. Ahí descubrí lo que Dios quería de mí. Entregué un cuaderno a los catequistas para que contaran cuántos pequeños huérfanos había en cada aldea de nuestra misión. En total eran 700. Así que nos pusimos en marcha para acogerlos.
¿En orfanatos?
No, eran los propios habitantes de las aldeas quienes cuidaban de ellos en sus casas. Recuerdo especialmente a las mujeres de la Legión de María: eran grandiosas. Iban con el rosario en la mano saltando por las trincheras y se encargaban de velar día y noche por los pequeños. Los integraban en sus familias, con los abuelos, con los tíos…
¿En la misión crearon una pastoral específica para estos niños?
Creamos los cánticos de la paz, el amor y reconciliación en su lengua, el kimbundu. Era nuestra respuesta a la guerra. Los niños cantaban a gritos, con una alegría maravillosa.
Regresó a España en 1991, aunque nueve años después volvió a marcharse a Angola…
Sí, me vine en contra de mi voluntad. Por obediencia. Cuando volví en el año 2000, todos mis niños eran ya jóvenes militares del Gobierno. Uno de los días que fui a la cárcel me encontré con uno de ellos. Cuando me vio empezó a gritar tras las rejas: «¡Padre, estoy aquí, soy tu hijo!». Abrieron la puerta y caímos llorando los dos. Ese fue otro gran descubrimiento de la voluntad de Dios para mí: encontrarme con mis niños, que habían tenido que alistarse en el Ejército a la fuerza.
Y así estuvo once años. Buscándolos.
Fui encontrándolos y logré romper el muro del comunismo, que entonces nos separaba. El obispo estaba asombrado.
¿Dónde los encontró?
Iba a pie a buscarles a los controles militares y a los cuarteles. Al principio llegaba temblando. Pero luego vi que Dios había llegado allí antes que yo. Recuerdo un día en el que me habían preparado en el cuartel una sombra y la única silla que había. Ellos se sentaron en el suelo, se quitaron los fusiles y me pidieron que les hablase de la Biblia, que rezase por sus muertos… Aquello era una frontera entre el cielo y la tierra.
Luego se dio la vuelta a la tortilla. Eran los soldados quienes acudían a buscarle.
Empezaron a pasar por la misión a saludarme y se traían a sus compañeros de cuartel. Antes de ir a combatir me pedían una oración de protección, una estampa de la Virgen… La misión se convirtió en lugar de peregrinación de militares.
Y terminó yendo a sus casas.
Fue el tercer paso. Me pedían que fuera a conocer a sus familias. Incluso ponían mi nombre a sus hijos. Bauticé a muchos niños y también a sus padres, que no pudieron bautizarse antes por la guerra. Querían que les hablase de Dios, me preguntaban si Él les iba a perdonar por el mal que habían hecho y si podían entrar a la iglesia para rezar después de tantos años sin ir. Yo les enseñaba historias bíblicas de reconciliación, y terminaron yendo a Misa.
Cristina Sánchez Aguilar
Con la colaboración de Obras Misionales Pontificias (OMP)