El Papa del Concilio, Pablo VI, será canonizado próximamente. No queda más que la aprobación del Papa al milagro que hace unos días la Congregación para las Causas de los Santos daba el visto bueno. Pronto sabremos la fecha en que Francisco canonizará a su antecesor el Papa Montini.
Ha sido la curación de una niña no nacida, atribuida a la intercesión del hoy beato Pablo VI, la que lo llevará a los altares. Cómo escribe Dios en las páginas de la historia de los hombres y cómo se repite que del Calvario se llega a la resurrección, del sufrimiento al gozo. El Papa de la profecía de la Humanae vitae, encíclica que tanto le hizo sufrir, y que le trajo una de las mayores incomprensiones de su vida, hoy aparece ante la Iglesia y el mundo como ejemplo e intercesor.
Pero es evidente que Pablo VI es santo no solo por este milagro, sino por una vida vivida en heroicidad en la práctica de las virtudes. Montini se une así a una lista impresionante de Papas santos de la historia contemporánea (Pío X, Juan XXIII, Juan Pablo II). No es extraño, por otra parte, pues cuando la Iglesia pasa por épocas difíciles para el anuncio del Evangelio, Dios suscita santos que se convierten en luminarias que alumbran el camino de los hombres, como ha ocurrido con los sucesores del apóstol Pedro del siglo XX, verdaderos testigos de paz y unidad en medio de un mundo lacerado por las divisiones y las guerras.
La historia de Juan Bautista Montini es providencial. Nacido junto a Brescia, en la Lombardia, de una familia con hondas raíces culturales y religiosas, fue testigo desde la infancia del compromiso político de su padre desde una opción creyente, adornado por la educación humana y afrancesada de su madre y la influencia de su abuela paterna. Débil en su salud –«lo ordenaremos para el cielo», dijo el obispo de Brescia ante las dudas de los formadores del seminario que nunca habitó–, se hizo fuerte en sus convicciones y en su amor a la Iglesia que bebió de los Oratorianos.
Montini fue en aquella primera mitad del siglo pasado diplomático con vocación y talante de pastor. Los despachos de Secretaría de Estado no impidieron su gran labor de formador de hombres para la vida pública; a través de la FUCI formó una generación de jóvenes que serían capitales en la historia de Italia y de Europa.
La Providencia, por caminos que no siempre entran en los cálculos humanos, lo llevó hasta la gran Milán donde su consagró como pastor para los tiempos modernos.
El primer Papa misionero
La muerte del Papa Bueno en pleno Concilio Vaticano II trajo a su sucesor, el que tendría que guiar los destinos de la Iglesia finalizando la etapa conciliar y manteniendo firme el timón en el ajetreado posconcilio.
El alma de Pablo VI se ve reflejada en las palabras que escribe en su diario al día siguiente de la clausura del Concilio: «Tal vez el Señor me ha llamado y me mantiene en este servicio no porque tenga aptitudes ni con el fin de que salve a la Iglesia de sus presentes dificultades, sino para que yo sufra algo por la Iglesia y parezca evidente que es Él y no otro quien la guía y la salva».
Estas palabras nos introducen en la espiritualidad del futuro santo. Una espiritualidad cristocéntrica, y marcada por su apasionado amor a la Iglesia, su preocupación por todo lo humano y su simpatía por el mundo al que hay que anunciar el Evangelio.
Su lema episcopal, –In nomine Domini (En el nombre del Señor)– expresa ya su conciencia sacerdotal de enviado. No olvidemos que es el primer Papa misionero de la Iglesia contemporánea. Llevar el nombre del Señor a todos los hombres y hasta el último rincón de la tierra al estilo de Pablo o de Javier.
Es precisamente en uno de eso viajes apostólicos, en Filipinas, donde se puede recoger unos de los testimonios más hermosos de su espiritualidad cristocéntrica. En la homilía pronunciada en Manila, dice: «Él [Jesucristo] es el centro de la historia y del Universo; Él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; Él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro Juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad […] Yo nunca me cansaría de hablar de Él […]. ¡Jesucristo! Recuérdenlo siempre: Él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos».
Su amor apasionado por la Iglesia se ve reflejado sin fisura en sus palabras y en sus acciones. Su pontificado comienza con la programática encíclica Ecclesiam suam, en la que define a la Iglesia como diálogo, pasando por sus palabras al Concilio, y hasta su testamento o el Pensiero alla morte, en el que resume su vida y su muerte como «don de amor a la Iglesia».
El amor a la humanidad y su simpatía por el mundo quedan reflejados, sobre todo, en sus enseñanzas sociales, que marcan una nueva etapa en la doctrina social de la Iglesia. Su capacidad de escucha y su talante para el diálogo hicieron de él un extraordinario interlocutor para la cultura y el mundo, resultado de las dos guerras mundiales, y marcado por la guerra fría y las diferencias entre el norte rico y el empobrecido sur.
La vida de Pablo VI, como la vida de los santos, no fue camino fácil, tuvo mucho de martirio, por eso es aleccionador saber que el Papa dejaba este mundo, un 6 de agosto de 1978, fiesta de la Transfiguración del Señor, repitiendo las palabras evangélicas del padrenuestro: «Hágase tu voluntad».
La canonización de Pablo VI será, sin duda, un don para la Iglesia que «existe para evangelizar», para llevar el nombre del Señor a todos los hombres y a todas las culturas. Esta empresa tiene mucho de reto y de aventura, por eso solo es posible llevarla a cabo con santidad, como la de Juan Bautista Montini, que fortalece a la Iglesia con el ejemplo de su vida, la instruye con su palabra y la protege con su intercesión.