Orar sin desanimarse
29º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 18, 1-8
En este domingo XXIX escuchamos en el Evangelio de Lucas la parábola del juez y de la viuda. El juez puede negarse a hacerle justicia, pero si la viuda se pone insistente acabará haciendo justicia.
Encontramos un fuerte contraste. Por una parte, un juez que se niega a hacer justicia, reacio a cualquier escrúpulo religioso y totalmente situado en su altivez. Puesto que no tiene temor de Dios no le afectan las peticiones de la viuda: administrar justicia para él no significa proteger al indefenso, como sería su deber (cf. Ex 23, 6-8; Dt 25, 1; Ez 44, 24), sino más bien juzgar según su estado de ánimo, dejándose llevar por los sentimientos del momento. Frente a él está la viuda, un personaje socialmente vulnerable, símbolo del débil y, por tanto, objeto de una particular protección en la Biblia (cf. Ex 22, 21-23; Dt 10, 18; Pr 15, 25; Is 1, 17. 23; 10, 1-2;…). Consciente de su necesidad y del hecho de que solo el juez podrá concederle lo que pide, ella utiliza la única arma que tiene a su alcance: su terquedad e insistencia. Así, se presenta ante el juez infinitas veces, reclamando sus derechos, sin sentir vergüenza, hasta debilitar su resistencia.
Después del gran discurso sobre los últimos tiempos (Lc 17, 20-32), esta parábola pone en juego dos temas importantes: la imagen de Dios en el tiempo de la espera y la fuerza de la oración ante la experiencia del mal y de la injusticia. Es el mismo Lucas quien ofrece una interpretación precisa del pasaje: la parábola del juez y la viuda enseña que debemos orar con insistencia, sin desfallecer. De tal manera que el tema de fondo no es la oración, sino la insistencia en la oración (cf. Lc 11, 8).
En el Evangelio de Lucas, Jesús ya había instruido sobre la oración a través de la enseñanza del padrenuestro a los discípulos (cf. Lc 11, 1-4) y de una parábola, comentada más adelante, sobre la necesidad de insistir en la oración, pidiendo y llamando a Dios, que concede siempre el Espíritu Santo, es decir, el mayor bien entre todos los bienes, lo más necesario para los creyentes (cf. Lc 11, 5-13). En el capítulo 18 se reanuda esta enseñanza, a través de la parábola paralela a la del amigo inoportuno: la parábola que proclamamos en el Evangelio de este domingo.
La oración en Lucas es inseparable de un mensaje de perseverancia. ¿Por qué? Porque las acciones puntuales no son el fruto casi nunca de nuestra interioridad más honda, sino de la circunstancia del momento. Cuando una conducta es continuada acaba siendo conducta que nace del corazón, de la profundidad, de la identidad de la persona, y entonces puede ser escuchada.
Por tanto, ¿cuándo escucha Dios la oración? Ciertamente, cuando Él quiere, y su amor lo permite. Pero normalmente eso sucede cuando el que reza es un orante de verdad, cuando la oración nace de quien está rezando siempre. Y entonces Dios no lo toma como algo transitorio, circunstancial, obligado, sino como algo que nace de lo más profundo del corazón. Por eso, Lucas en este pasaje evangélico tan hermoso sobre la oración alude a la importancia de la oración, pero sobre todo habla de la perseverancia, de la continuidad.
Volvamos la mirada al Señor. Jesús no oró solo cuando estaba amenazado en Getsemaní (cf. Lc 22, 39-46). Su vida fue una vida de oración. Se levantaba de madrugada y se iba a un descampado a orar (cf. Mc 1, 35). Cuando iba a hacer algo que valía la pena o a tomar una decisión importante oraba. Estaba con sus discípulos, se apartaba y rezaba, hasta el punto de que ellos le decían: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). Lo veían rezar tanto que ellos se preguntaban sobre lo que Él hacía y decía. Vemos que en Jesús la oración no es un acto aislado ante una necesidad, sino que es la expresión —como una conversación— de su condición de Hijo. Y aun siendo hombre no puede, no quiere, no se permite distanciarse un solo instante de su Padre, de su origen y procedencia. Por eso humanamente su ser Hijo se traduce en oración continua.
Este es nuestro camino. El fondo de la continuidad humana, el fondo de la permanencia de toda criatura humana está en la oración, porque en la oración nos unimos a Dios que ya está en nosotros, nos dejamos llevar por su compañía. La oración es ir pasando a Dios nuestra vida, página a página, hora a hora. Por tanto, a rezar se aprende rezando, a vivir se aprende rezando, a recordar para caminar se aprende rezando.
En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”». Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».