Está un poco feo decirlo en público. Pero en casa somos de esos que se resisten a quitar el belén. A pesar de ello, siempre terminamos sucumbiendo a la fecha límite: la fiesta del Bautismo de Jesús. Y hasta este año esbozábamos un tímido: «Pa-rece que puede dejarse hasta la Candelaria». Pues bien: nos hemos aventurado a hacerlo. El Misterio permanecerá en el centro de nuestro hogar hasta febrero, y con él la Navidad que ha tomado cuerpo por tantos rincones de nuestra casa.
La paradoja es que este año nos alarguemos hasta el extremo, precisamente cuando hemos hecho un gran descubrimiento. Siempre me he preguntado cómo se podría hacer para que la llama de la Navidad titilara todo el año, aunque sea sin el fulgor de los villancicos y los regalos de los Magos. Y este año se me dio una respuesta.
Me llamó una amiga pidiéndome que hiciésemos de Sagrada Familia para repartir luz de Belén. Y así me enteré de que, cada año, los scouts prenden una luz en la gruta santa y se la llevan en candiles hacia todos los rincones del mundo. Pensando en tantos cristianos perseguidos, precisamente en la tierra donde nació Jesús, escalé mi vergüenza, convencí a la familia y nos aventuramos a imitar (con temblor y temor) a los padres de Jesús. Aquella representación fue un pedazo de Cielo. Pero lo más conmovedor vino después.
Quisimos llevar luz de Belén a los nuestros. El primer obstáculo surgió porque no habíamos ido preparados con un farol (la generosidad de otros diluyó el problema rápidamente). Y entonces empezó la aventura: las peripecias para lograr llevar la luz sin que se apagara. En el coche había siempre alguien de guardia vigilando el candil. En casa hubo que poner una vela de repuesto por si acaso (y articular un sistema de vigilancia cuando salíamos para evitar que el fuego prendiera don-de no debía).
Algunos de nuestros familiares y amigos se emocionaron al recibir aquella luz. Otros interpretaron nuestros esfuerzos como una niñería. Pero a nosotros se nos ha regalado una metáfora preciosa para la vida: qué fácil ha sido explicarle a nuestro hijo de tres años qué es la fe en Dios; qué hermoso haber aprendido a custodiar con mimo la débil llama de nuestro amor, que quiere corresponder a ese Amor infinito.
Sí, como habrán supuesto bien, no pudimos mantener siempre la llama encendida. Pero ¿cómo íbamos a aprender, si no, a no cansarnos de volver al que eternamente la enciende, porque Él mismo es la Luz? Mi amiga consigue que esa llama llegue hasta diciembre del año que viene, porque la tiene prendida en la vela del sagrario de su monasterio. Supongo que tener que volver allí a encenderla tampoco es casualidad. Pero esa enseñanza la disfrutamos juntos otro día.