¡Nos invaden los robots!
¿Serán estos chips la simiente que nos permita llegar a convivir con transhumanos o poshumanos? ¿Los más ricos podrán pagar para ser más listos o para ver en la oscuridad? ¿Podremos descargar nuestra conciencia en un disco duro y replicarla? ¿Queremos?
Las fiestas de cumpleaños de Elon Musk eran todo un evento para los technobros milmillonarios de California, y a la de 2013 no faltó Larry Page, uno de los padres de Google. Su conversación ya versaba entonces sobre la inteligencia artificial (IA), una tecnología en la que ambos habían invertido millones. Persiguen la creación de una inteligencia artificial general, o sea, una mente autónoma no humana. Musk piensa que ese hito es inevitable, pero, después de haber leído a Asimov, se convenció de que era necesario asegurar la alineación. El concepto es un imperativo: no se debe permitir que los robots tengan mecanismos para volverse contra los intereses de los humanos. Larry Page no comulga con esa idea. «Si la conciencia podía replicarse en una máquina, ¿por qué no iba a ser eso igual de valioso?», insistió, tal y como recoge Walter Isaacson en Elon Musk, la reciente biografía del magnate. «Acusaba a Musk de ser un “especista”, alguien que tiene prejuicios que favorecen a su propia especie. “Bueno, sí, soy prohumano —respondió Musk—. Joder, a mí me gusta la humanidad, tío”».
En la última década, empresas como DeepMind, OpenAI o Neuralink, en las que ambos han tenido mucho que ver, han logrado avances significativos en este campo. El último ocurrió la semana pasada: Neuralink, propiedad de Musk, ha conseguido implantar un chip en un cerebro humano. El dispositivo se llama Telepathy y lo que hace es leer la actividad cerebral y conectarla a un ordenador. Se trata de una interfaz cerebro-máquina y permite emplear los computadores directamente con el cerebro… o viceversa. Tiene algunas aplicaciones de indudable utilidad pública. Por ejemplo, se espera que con Telepathy se pueda recuperar parte de la actividad cerebral de enfermos de ELA. Hay experiencias que avalan esta posibilidad. El año pasado, la Escuela Politécnica Federal de Lausana (Suiza) consiguió que un tetrapléjico, Gert-Jan Oskam, volviese a caminar con un dispositivo similar.
Esta clase de tecnologías son todavía muy experimentales y lo cierto es que se desconocen los efectos secundarios que puede acarrear, con el paso de los años, tener insertado un chip en el cerebro. Los interrogantes éticos al respecto tampoco son menores. Y aquí es donde quería yo llegar. La noticia que ha sacudido al mundo la semana pasada no se puede interpretar como otro sorprendente avance médico, aunque lo sea. Insertar chips en los cerebros humanos es una etapa más de una agresiva carrera empresarial para comprender y replicar la conciencia humana.
Google no tiene mucho interés en la seguridad de la IA, pero la idea de Musk también tiene sus riesgos. Piensa que será más fácil lograr la alineación —dominar a las máquinas— cuanto más conectadas estén con los humanos. Conectadas con nuestro cerebro, concretamente. Yo le veo muchos problemas al asunto. El más elemental es que el señor Musk puede equivocarse, pero no tiene contrapesos legales y casi no hay competencia. La industria de la IA está trabajando en un campo que tardará años en regularse y es casi seguro que la regulación será reactiva, cuando los daños estén ya hechos. Además, se abren una infinidad de jugosos experimentos para el transhumanismo. ¿Serán estos chips la simiente que nos permita llegar a convivir con transhumanos o poshumanos? ¿Algunos de nosotros —los más ricos— podrán pagar para ser más listos, para ver en la oscuridad o para saber kung-fu? ¿Podremos, como profetizan algunos gurús del futuro, descargar nuestra conciencia en un disco duro y replicarla? ¿Queremos eso?
No tengo las respuestas, pero tengo muchas más preguntas. De todas las posibilidades que nos presenta este nuevo desarrollo tecnológico, lo que más me inquieta es la premisa sobre la que se construyen: una carrera empresarial que mueve muchísimo dinero. ¿No sería conveniente que hubiera más competencia, más regulación, más comités éticos, más universidades, más humanistas en el ajo? No vaya a ser que nos invadan los robots… y nos pillen desprevenidos.