Los abusos en la Iglesia constituyen un auténtico eclipse para la credibilidad de Dios, el obstáculo mayor para la evangelización y la crisis más importante de la Iglesia desde la reforma protestante, escribía el Papa Benedicto XVI.
Son una ocasión para la reparación y la purificación. Un aldabonazo a la conciencia de la Iglesia que nos debería llevar mucho más allá de los protocolos, los entornos seguros y las buenas prácticas. Afectan a la vivencia de lo nuclear de la fe. Tocan al ministerio ordenado, a la vida consagrada y al laicado. Pueden ser una buena escuela para anunciar el Evangelio desde la fragilidad de quien sabe que no lleva a Dios a ningún sitio en el que Él no hubiera estado antes. Son una vacuna frente a la arrogancia y el orgullo institucional y un recordatorio de que los evangelios no encubrieron, sino que hicieron bien visibles las debilidades de los seguidores de Jesús. La única razón: los relevantes no eran ellos, sino el Señor que anunciaban. Ocupar el lugar de Dios —para encima dejarle mal— es, con frecuencia, una de las patologías eclesiásticas más peligrosas y, en no pocos casos, explica la perversa dinámica comisiva del abusador.
Las víctimas nos exigen no pasar página. No podemos pasar de puntillas, cumpliendo formalmente los deberes. Esta dramática circunstancia ha de ser ocasión de purificación, de superación de ciertas concepciones y practicas teológicas y pastorales de una Iglesia aún clericalona e infantilizadora que ha ejercido el papel involuntario de facilitadora del abuso.
Desde luego, además de un estudio sosegado y desideologizado (el perfil del abusador/a es de todos los pelajes), habrá que dar una vuelta a la selección de las personas candidatas a ejercer el liderazgo en las comunidades cristianas, a su formación, equilibrio afectivo-sexual y a cómo manejan el ascendiente sobre otros. Además de eros y thanatos, no hay que perder de vista a kratos (el poder). Explicar la fenomenología de la religión, distinguiendo el absoluto de sus mediaciones, o la revisión en profundidad del Libro VI del Código de Derecho Canónico, otorgando al denunciado y al denunciante las garantías, derechos y participación que ya tienen en el ordenamiento civil, ayudarían a prevenir los abusos y a superar una percepción oscurantista del proceso.
El sufrimiento imprescriptible de las víctimas reclama bastante más que meras oficinas y el abandono de una insufrible actitud diletante. Una Iglesia que se toma en serio a sí misma y a su misión tiene que dejar de hacer chapuzas y dotarse de herramientas contrastadas para abordar una crisis en la que se juega la credibilidad de su mensaje. Solo así podremos señalar con autoridad a la sociedad y a los poderes públicos urgencias inaplazables como los aún poco visibilizados abusos intrafamiliares o la pansexualización de la vida. Sin duda la Iglesia está en el buen camino, pero convendría no precipitarnos a pasar página.