Tras su debut con la novela de memorias En islas extremas (2017), la periodista escocesa Amy Liptrot continúa como diarista en este nuevo libro que comienza donde el anterior terminaba. Tres años después de su llegada a las islas Orcadas, se confiesa aburrida de ese tranquilo aislamiento junto al mar, que le ha permitido mantenerse sobria este tiempo, pero que ya se le queda pequeño. Dice querer cambiar de aires para tener más oportunidades de enamorarse y abrir una puerta a la magia de lo inesperado, así que marcha con billete solo de ida a Berlín, donde su crónica urbana nos revelará pronto sus grandes contradicciones internas respecto a todo esto.
Hace un ejercicio de introspección preliminar para convencernos de que ha partido en busca de lo que denomina «una vida adulta: de restaurantes, sensualidad, conversación y arte». Sin embargo, unas páginas más adelante, confiesa que su verdadero afán es poder comportarse, a los 30, como una veinteañera, piercing en la nariz incluido. A la vez, paradójicamente, no dejará de agobiarse de cuando en cuando por la circunstancia de no tener trabajo estable, hipoteca ni novio. Solo se reconoce a sí misma y hace algo de pie dentro de un grupo social, el de «los millennials más viejos» que se engancharon más bien tarde pero ya sin tregua a internet.
Eleva la anécdota a drama generacional y en el círculo vicioso en el que se halla atrapada no sabemos qué empezó antes, si la sintomática precariedad laboral que padece y que se ceba con los de su quinta en la era de la globalización, o su desasosiego vital; si sus malas experiencias con las aplicaciones de citas o su inestabilidad emocional que le hace buscar un noviazgo de forma obsesiva y hacerse automáticamente codependiente. Ha cambiado de ciudad, de casa y de desempeño profesional a menudo, mientras que ha afianzado en paralelo su vida online de Google Maps a eBay, pasando por Twitter, Facebook, Instagram y, por supuesto, Tinder. El resultado es no encontrarse efectivamente en ningún sitio, ni con la cabeza ni con el corazón, algo que camufla con el espejismo digital de estar en todos los sitios a la vez, una omnisciencia desquiciada en la que Amy se construye una falsa seguridad a base de relacionarse con un montón de amigos virtuales, de relacionarse con otros tantos personajes en webs de contactos entre los que es fácil encontrar sexo, pero difícil pareja, muchas primeras citas, apenas una segunda.
Ese deambular sin rumbo, de realquiler en realquiler, y ese anonimato de las redes sociales como refugio compulsivo, conlleva una disolución de la identidad que la protagonista combate como puede a golpe de escritura: lo único que no ha cambiado en los últimos años ha sido su dirección de correo electrónico. Quedarse sin batería de móvil la deja frágil, perdida en el mundo. La despoja de sus vínculos, su pasado y su memoria que se ubican en la nube. La misma tecnología que le permite un lifestyle de flexibilidad, cortoplacismo e instante efímero, de gratificación automática y control de un mundo que le cabe en el bolsillo, también le produce un tremendo desarraigo. Porque Amy se ha acomodado a la poca implicación con el prójimo, algo que, en el fondo, anhela íntimamente: un lugar sólido donde, en plenitud, reposar, asentarse y crecer en compañía real de los otros. Hay una imagen muy clara: con el portátil parpadeando junto a la cama, sueña con estrellas fugaces. Madurará lo suficiente para asumir que la vida demanda esfuerzos constantes, progresos lentos y compromiso. No descartará rezar para salir de atolladeros. Le quedarán muchas otras cosas por aprender, pero no parece que vaya a ir por un mal camino, por eso nos deja la pregunta en el aire: ¿Cuántos likes equivalen a un beso?
Amy Liptrot
Volcano
2022
160
19 €