Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas. La frase es una especie de expiación general, como si el mal que allí cometiera uno —un mal endulzado por la comprensión social— pudiera ser redimido por la lógica del silencio. Es una ciudad artificio, un enorme parque de atracciones construido en medio de un árido desierto. Las temperaturas son extremas, dentro y fuera. Todo es extremo, de hecho. Y bastante falso. Allí hay una torre Eiffel de corchopán y unos canales de Venecia que ni son canales ni son Venecia. Dentro de los casinos el tiempo no pasa. No hay ventanas en las salas de juego, por lo que uno puede, literalmente, perder completamente la noción de la hora que es, de las horas que lleva allí probando suerte.
El hombre va a Las Vegas pensando que allí será libre: de la esposa, del esposo, del jefe, de la hipoteca. Hasta que este virus apátrida ha llegado para poner el cartel de cerrado. Las Vegas sin casinos debe de ser como retroceder en el tiempo: piensen en alguna de esas películas del Oeste de TRECE, con su avenida arenosa y sus criminales escondidos tras las ventanas.
El caso es que la enfermedad que nos ha impuesto este tiempo de confinamiento y gracia ha llevado hasta la ciudad del ruido y la luz la verdad que escondían sus ruletas: miles de personas sin hogar, infectadas o no, han sido expulsados de las tuberías donde malvivían. Las autoridades los han colocado en aparcamientos gigantes, cada uno a seis pies del siguiente, ocupando las plazas de los coches. La imagen no es más que el epitafio perfecto de este tiempo de ruido. No va más. No hagan juego.
¿Seremos capaces de ganar esta partida? No me refiero a la lucha contra le enfermedad, cuya victoria doy por descontada. ¿Dejaremos de correr de un lado para otro como pollos sin cabeza y sin alma? ¿Aprenderemos el nombre de nuestro vecino? ¿Cerraremos los ojos al abrazarnos? Los indigentes de Las Vegas son la prueba de que la realidad no la construimos nosotros, por mucho que nos hayamos empeñado en creer que sí. La verdad es que el pobre llama a nuestra puerta y le da igual que tengamos alarma o que construyamos un enorme muro. Está ahí y seguirá estando después del virus. ¿Vamos a seguir descartándolo?
Mi madre está preocupada. Dice que las pocas veces que va al súper ya no ve a Marcelo en la puerta. «¿Dónde estará?», se pregunta. Ojalá que no le hayan metido en un aparcamiento de las afueras, ojalá que vuelva pronto y siga recordándonos que Dios no descarta a nadie. Lo que pasa en Las Vegas es lo que pasa en el mundo. O que pasaba. Porque esta pandemia de mierda y de luz nos está obligando a todos a preguntarnos lo que vamos a hacer cuando esto pase. Los casinos volverán a encender sus luces y los aparcamientos volverán a llenarse de rancheras. Marcelo volverá a la puerta del súper y los indigentes a sus túneles. ¿O no?