No todo vale - Alfa y Omega

En La ciudad de Dios, san Agustín asume de Cicerón que no puede haber un pueblo sin respeto a la justicia y sin búsqueda del bien común, concluyendo que un Estado que no se rija por la justicia se reduce a una gran banda de ladrones. En Deus caritas est, Benedicto XVI recuerda la vigencia de esta durísima sentencia y yo aquí, con dolor y tristeza, me siento obligado a afirmar que un importante latrocinio se perpetrará en España si el Gobierno hace, como anuncian algunos pactos firmados, todo lo que esté a su alcance para conservar el poder dando la espalda al interés general.

La justicia se roba creyendo que lo justo coincide ipso facto con lo que determina la mayoría del Parlamento sin importar cuál sea su contenido ni que se maquille el engaño como mero cambio de opinión. No hay justicia sin verdad y no puede haberla con posverdad, es decir, distorsionando deliberadamente la realidad y manipulando emociones para influir en la opinión pública y en las actitudes sociales. La posverdad no considera relevantes los hechos sino el sentir de la gente ante ellos; a tal efecto dedica una potente mercadotecnia comunicativa —propaganda— que elabora relatos para sacar adelante intereses particulares y ganar la partida. Así procede el cinismo político de todas las épocas, simbolizado por Pilato frente a Jesús: no cabe acceder a la verdad, solo a intereses coyunturales, y hay que convertir el plebiscito / mayoría en norma y criterio de decisión.

La posverdad lleva a un uso puramente formalista de las palabras y a un empleo arbitrario de los conceptos y las etiquetas que dan rienda suelta al poder para dominarlo todo. Por ejemplo, el estribillo «todo lo haremos dentro de la Constitución» acaba siendo una frase sin contenido real si de facto el poder se siente por encima de la verdad y la justicia. En estos últimos cinco años la institucionalidad de nuestro Estado ha sufrido un deterioro sin precedentes y todo apunta que la erosión irá a más. Estremece pensar cómo al mismo tiempo que se registra el proyecto de la ley de la amnistía, se crean comisiones parlamentarias con la potestad de declarar que los juicios y sentencias del Tribunal Supremo fueron algo así como una performance de judicialización de la política.

La amnistía lesiona las instituciones básicas del Estado, por eso no cabe neutralidad edificante ante ella. El indulto es perdón y, aunque su concesión no parece muy recomendable si falta arrepentimiento, no cuestiona la justicia de los procesos y las sentencias. Sin embargo, la amnistía comporta una suerte de justificación de los delitos cometidos, convierte en represores a los que aplicaron las leyes y a quienes pidieron su aplicación y en demócratas a los que atentaron contra ellas, sobre todo contra la Constitución, que este miércoles cumplió 45 años. La amnistía borra el delito hasta el punto de que lo que se hizo es como si quedase legítimamente hecho, mientras que pone en entredicho al que aplicó la ley y humilla al Estado de derecho dentro del cual esa ley fue aplicada. No pocos advierten que se convertirá en elemento autodestructivo para nuestra democracia, por reescribir falsamente la historia, lesionar la separación de poderes, quebrar la igualdad de los ciudadanos y favorecer la intromisión en la independencia del poder judicial.

Cuando se dice que esas medidas surgen del mandato de las urnas un servidor queda perplejo, y no porque dude de que la regla de la mayoría haga posible semejante suma de votos o porque deslegitime el resultado electoral, sino por ver cómo se ignora que la gente votó pensando que el PSOE negaba el encaje constitucional de la amnistía. Una cosa es que el resultado electoral haga lícito un pacto de fuerzas según las reglas de la democracia representativa y, otra, que la sustancia de lo pactado sea indiferente al bien de la sociedad a la cual la democracia debe servir. Sobre esto se ha pronunciado con claridad el cardenal Omella en su reciente discurso en la Plenaria de la CEE: «Cualquier acuerdo que trate de modificar el statu quo pactado por todos los españoles en la Constitución de 1978 debería contar no solo con el consenso de todas las fuerzas políticas de nuestro arco parlamentario, sino también con el apoyo de una mayoría muy cualificada de la sociedad, como establece la propia Constitución».

El latrocinio ya afecta gravemente a la convivencia social, pues se nos roba la concordia y se fractura gravemente la sociedad. La polarización como estrategia diseñada por unos gurús que conciben la gobernanza como una perpetua campaña levanta trincheras del odio, las que la Transición había dejado atrás y hoy reconstruyen sin rubor quienes encuentran en el frentismo ideológico la atmósfera perfecta para mantener el poder. La campaña del 23J se diseñó desde un frentismo que condicionó muchos votos y explica la euforia de quienes perdiendo se sienten victoriosos, como quien recibe un cheque en blanco —la legitimidad democrática— para pactar lo que más le convenga con quien sea y desoír cualquier voz crítica.

No cejemos en reclamar una política decente del bien común, volcada en promover una cultura del diálogo y la concordia que favorecen la comunión en la diversidad; una política de construcción de puentes que comunican, justo lo contrario a polarizar la sociedad, controlar las instituciones y sembrar miedos y odios que fácilmente se inflaman. Tampoco dejemos que nos roben la cordura y el civismo ni la vocación hacia la amistad social que habita en la raíz del corazón humano y exige respeto a la justicia, medida intrínseca de toda política.

En Roma, el Papa le pidió a Sánchez: «Construya la patria con todos»; él ha decidido hacer lo contrario para mantenerse en el poder, pero la consigna del sucesor de Pedro sigue siendo certera para actuar de palabra y obra.