«No se puede servir a dos señores»
El suelo inglés está regado con la sangre de santos que dieron su vida por su fidelidad a la Iglesia y al Papa. Tomás Becket fue el primero de ellos. Aquí está la causa de que más de veinte mil ingleses vuelvan a la fe católica cada año
Es el año 1170. El arzobispo de Canterbury está en oración. En ese momento, cuatro caballeros con las espadas desenvainadas se acercan a él y, sin mediar palabra, lo acuchillan. Su sangre cae sobre las losas de la catedral. Este asesinato, que inspiró a Thomas S. Eliot su famosa obra Asesinato en la catedral, coronó con el martirio la fidelidad a la Iglesia y la obediencia al Papa de Tomás Becket. Le convirtió en el santo, junto a Tomás Moro, más venerado en la Inglaterra católica de la actualidad.
Tomás Becket no era el típico santo del que se pueden recoger florecillas milagrosas desde su niñez. Más bien, al contrario. Cuando todavía era muy joven, llegó a ser Secretario de las Cortes, una especie de letrado mayor del Reino de aquel entonces. Su vida no era ejemplar y ni siquiera lo fue cuando, a instancias del arzobispo de Canterbury, fue consagrado diácono. Poco después se convertía en Canciller de Inglaterra, primer ministro del Reino, uno de los hombres más poderosos de su época.
Su vida parecía dejar mucho que desear en cuanto a los deberes de un hombre de Iglesia. Su amistad con el rey Enrique II, que lo había encumbrado a lo más alto, le convertían en la persona ideal para ocupar la sede arzobispal de Canterbury, que se encontraba vacante. De esta manera el rey pensaba dominar a la Iglesia inglesa, con lo que no sería necesario presentar los nombramientos de obispos y abades al Papa de Roma.
La jugada del rey estaba hecha, y cuando se propuso el nombramiento de Becket para arzobispo, el Consejo del Reino lo aceptó, aunque a regañadientes. Todos sabían que el canciller del Reino acabaría condescendiendo a todo lo que el rey pidiera.
Arzobispo de Canterbury
La sorpresa debió ser mayúscula, tanto para el rey como para la Corte. El recién consagrado obispo se opuso a todos los manejos del monarca como nadie lo había hecho hasta entonces. Dejó su vida mundana y se convirtió en un pastor ejemplar.
Hay un santo dentro de cada uno de nosotros. San Agustín lo decía cuando coincidían sus predicaciones con los juegos en el circo de Cartago y contemplaba los bancos vacíos de la Iglesia: «Yo también estuve en el circo y ahora soy obispo, señal de que ahora mismo está viendo los juegos algún futuro obispo».
La persecución a que fue sometido el arzobispo Becket, condenado por traición y confiscados sus bienes, le obligó a desterrarse a Francia, donde pasó seis largos años. Enrique II desencadena la represión contra los familiares y amigos de Tomás; se secuestran los bienes de la Iglesia de Canterbury y de quienes han acompañado a Tomás. Las relaciones entre la Iglesia y el reino de Inglaterra empeoraron, pero Tomás Becket debía su obediencia al Vicario de Cristo y fue fiel hasta la muerte.
Desde su exilio, escribe al Papa: «No me sorprende que los laicos ataquen a la Iglesia. Lo que me sorprende es el hecho de que mis señores y hermanos sean testigos indiferentes e incluso los instigadores de estas vejaciones. ¿De dónde procede este odio que los lleva (a los obispos) a la autodestrucción?».
El Papa lo envió de nuevo a su amada Inglaterra, esta vez como su Legado para todo el país, como nuncio suyo. La acogida del pueblo inglés a su arzobispo fue apoteósica, lo que despertó las iras del rey. El monarca sabía que no podía maquinar nada contra él como representante del Papa, y también debía recordar los tiempos de su antigua amistad con Becket. Sea por esto, o porque había visto el recibimiento de que había sido objeto el arzobispo por parte de su pueblo, se contuvo. Sin embargo, no dejaba de quejarse delante de la Corte. Una de sus quejas: «¿Quién me librará de este molesto sacerdote?», fue escuchada por cuatro caballeros, que se la tomaron al pie de la letra y salieron, espada en mano, a cumplir lo que ellos creían una orden.
La muerte de Tomás Becket afectó profundamente al rey, que hizo penitencia pública, y no volvió a injerirse en los asuntos de la Iglesia. Además, pudo ver cómo su antiguo amigo era declarado santo en 1173, apenas tres años después de su muerte.
Considerad que, al día siguiente del nacimiento de Cristo, celebramos el martirio de su primer mártir, el beato Esteban. ¿Pensáis que es una casualidad? Ciertamente no… Queridos hermanos, nosotros no pensamos en un mártir como en un buen cristiano que fue asesinado: esto sería solamente llorar. No pensamos en él simplemente como en un buen cristiano que fue elevado entre los santos: porque esto sería solamente alegrarse; y ni nuestro gozo ni nuestro llanto son como los del mundo. Un misterio cristiano no es una casualidad. A los santos no se les eleva a los altares por casualidad. A menor razón puede ser un martirio cristiano el efecto de la voluntad de un hombre de hacerse santo, del mismo modo que un hombre puede queriendo y tramando convertirse en regidor de hombres… No sucede así en el Cielo. Un mártir, un santo, lo hace siempre el designio de Dios, su amor por los hombres, para amonestarlos y guiarlos, para encarrilarlos en los caminos trazados por Él. Un martirio no es nunca el diseño de un hombre»
Homilía de Tomás Becket.
Navidad 1170 (de Asesinato en la catedral, de Thomas S. Eliot)
Semillas de fe
A pesar del aislacionismo religioso que, a partir de Enrique VIII, caracteriza a la Inglaterra anglicana, su historia está salpicada de grandes intelectuales católicos como Newman, Chesterton o el propio Eliot, y de grandes mártires como Juan Fisher y sus compañeros, como Tomás Moro o como Thomas Becket. Todos predicaban que no podía existir una Iglesia fuera de la católica, que estuviera sometida a un Estado y que hiciera del obedecer al Vicario de Cristo motivo de traición.
Aquí está la causa de las constantes conversiones al catolicismo que tienen lugar en Inglaterra. Los ingleses tienen demasiados santos pidiendo a Dios que les aumente su fe y los acerque a la Iglesia católica como para que no ocurra lo que está ocurriendo. Dios, como sucede desde los comienzos de la Iglesia hace germinar la sangre de los mártires como semilla de la verdadera fe.
Justo Amado