«No pudo hacer allí ningún milagro»
XIV Domingo del tiempo ordinario
Concluimos este domingo un conjunto de pasajes que contienen la presentación que Marcos hace de los discursos y acciones de Jesús, así como de las reacciones que estos provocan. Lejos de mostrar la aceptación inicial que observamos en los días anteriores, parece que ahora las obras y palabras de Jesús provocan la incredulidad de sus paisanos. ¿Cuál es la causa de la negativa a asumir lo que Jesús hace o dice?
«No desprecian a un profeta más que en su tierra»
El pensamiento popular ha reflejado lo que aquí sucedió con la expresión «nadie es profeta en su tierra». En efecto, el conocimiento prolongado de una persona en el tiempo, ya sea por motivo de parentesco, de trabajo o de vecindad, supone también acceder a sus orígenes y trayectoria personal. De este modo, también se tienen todo tipo de datos sobre la familia, los estudios y, por lo tanto, las limitaciones de esa persona; algo que no poseen los que se han acercado a él a partir de ser una persona conocida y, en cierto modo, mitificada. Esto es, en parte, lo que describe el pasaje que nos encontramos. No hemos de pasar por alto un detalle: si estamos acostumbrados a que los críticos con Jesús sean los escribas o fariseos u otro tipo de autoridades religiosas, esta vez quien censura la presencia del Señor es «la multitud que lo oía». Por lo tanto, la falta de fe o cerrazón que el Señor reprocha no está aquí asociada, como en otros lugares, a una posición política, económica o religiosa de rango elevado. Afecta a cualquier persona y está vinculada a una distorsión en el modo de percibir la realidad, que se llama prejuicio.
La tentación de delimitar el poder de Dios
Fijémonos en que el primer movimiento de los testigos de Jesús en su pueblo es el asombro. Están escuchando a alguien que se expresa con sabiduría y que realiza milagros con sus manos; por otra parte, ellos mismos se benefician de estos gestos y palabras del Señor. ¿Cuál es el prejuicio que domina la escena? En primer lugar, creen conocer a Jesús y piensan que pueden delimitar de antemano el alcance de sus acciones: «¿No es este el carpintero, el hijo de María…?». Pero, en segundo lugar, también están marcando un límite al modo que Dios ha escogido para revelarse a los hombres. Son incapaces de abrir la mente ante la realidad tal como es. Se cumple así lo que Juan afirma en el prólogo de su Evangelio: «Vino a su casa, y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11).
La perseverancia en la misión y la apertura a la realidad
Si nos situamos ahora desde el punto de vista de lo que se encuentra el Señor al anunciar el Reino de Dios, vemos que lo que le sucede no es una novedad. La profecía de Ezequiel, leída como primera lectura, insistía ya, siglos antes de Jesucristo, en la necesidad del anuncio de la salvación de Dios «te hagan caso o no te hagan caso». Años después, el panorama que se encontraron los apóstoles y sus colaboradores tampoco fue más alentador. Pablo da cuenta de ello en la segunda lectura, refiriéndonos las persecuciones y dificultades sufridas por Cristo. En la misión de la Iglesia existe a menudo la tentación del desánimo, pensando que poco o nada se puede hacer ante la tibieza o negativa con la que se acepta el anuncio de la Buena Noticia. Por ello, es oportuno ver en la conclusión del pasaje evangélico de este domingo la constatación de que Jesús jamás se detuvo ante su misión. Por otra parte, igual que hubiera sido deseable que la multitud de los paisanos de Jesús abriera la mente y el corazón, del mismo modo es imprescindible que la Iglesia nunca tenga el prejuicio de que el Evangelio está limitado. Para ello, debemos ser los cristianos los primeros en acoger sin límites la obra que Dios quiere realizar en nuestra vida.
En aquel tiempo Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y Joset y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?». Y se escandalizaban a cuenta de Él. Les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.