De cada 100 niños que nacen: 80 reciben el bautismo, 60 la comunión, 20 la confirmación, y sólo 5 viven como cristianos. De cada 100 parejas: 30 son de hecho, 35 son matrimonios civiles, y 35 son sacramentales. Esto muestra que, dentro de la Iglesia, nuestro nivel de vida cristiana es muy bajo, como si nos hubiéramos acostumbrado y resignado a la apostasía generalizada de nuestra gente, como si lo diéramos por inevitable.
Hoy no podemos programar nuestra pastoral pensando sólo en las necesidades internas de la Iglesia, en la vida interior de nuestras comunidades. Esta actitud no sería correcta desde una perspectiva cristiana. Olvidar a los que no creen sería no valorar adecuadamente la necesidad de la fe. No podemos dejar las cosas como están; no podemos seguir haciendo las cosas igual que siempre; tenemos que cambiar de actitud: es la hora de la evangelización. Nuestros hermanos lo necesitan.
Hay que despertar en nosotros y en nuestras comunidades un verdadero entusiasmo misionero frente al laicismo que nos rodea y que devora a nuestros hermanos. Estábamos demasiado tranquilos. Hay que redescubrir la alegría de la fe, y el entusiasmo de comunicarla. No basta una pastoral de mantenimiento, no es suficiente una pastoral de simple conservación de lo que hay.
Hemos de sentirnos responsables de la fe de los que no viven cristianamente, de los que se fueron, de los que no aparecen nunca por la Iglesia, de los jóvenes, de los que se casan por lo civil o no se casan, de los que viven cautivos de los ídolos de este mundo. Tenemos que pensar en ellos, sufrir por ellos, facilitarles el camino de la fe y de la salvación.
Es precisa una conversión personal y comunitaria. Tenemos que ponernos en manos del Señor para ser sus enviados. Es una primera urgencia fundamental; tenemos que reaccionar y cambiar mucho nuestra manera de pensar, vivir y actuar. Este momento nos pide una seria revisión de nuestra vida y un acto decidido de oblación y entrega. Esta decisión se ha de traducir en un cambio visible, en vivir la fe más intensamente y en una vida personal, familiar y comunitaria restaurada y santa, humanizada y atrayente.