No lo podemos callar - Alfa y Omega

No lo podemos callar

Alfa y Omega
Benedicto XVI, en la Eucaristía de la Conferencia de Aparecida, en mayo de 2007.

«Desde la primera evangelización hasta los tiempos recientes –recuerda el Documento conclusivo de la V Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano y del Caribe, celebrada en el santuario brasileño de la Virgen de Aparecida, del 9 al 14 de mayo de 2007–, la Iglesia ha experimentado luces y sombras. Escribió páginas de nuestra historia de gran sabiduría y santidad. Sufrió también tiempos difíciles, tanto por acosos y persecuciones, como por las debilidades, compromisos mundanos e incoherencias, en otras palabras, por el pecado de sus hijos, que desdibujaron la novedad del Evangelio, la luminosidad de la verdad y la práctica de la justicia y de la caridad. Sin embargo, lo más decisivo en la Iglesia es siempre la acción santa de su Señor». Y esta acción santa del Señor ya aparece con toda nitidez, desde el mismo inicio de la gesta del descubrimiento y la evangelización del continente americano, como se recordaba, hace tres semanas, en estas mismas páginas, pues no dejaba lugar a dudas sobre su principal intención, expresada por la reina Isabel la Católica, el 23 de noviembre de 1504, en su Testamento: «Por quanto al tiempo que nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas e tierra firme del mar Océano, descubiertas e por descubrir, nuestra principal intención fue de procurar inducir e traher los pueblos dellas e los convertir a nuestra Santa Fe católica, e enviar a las dichas islas e tierra firme del mar Océano perlados e religiosos e clérigos e otras personas doctas e temerosas de Dios, para instruir los vezinos e moradores dellas en la Fe católica, e les enseñar e doctrinar buenas costumbres e poner en ello la diligencia debida».

No podía ser de otro modo en quien se ha encontrado de veras con Jesucristo. Al igual que les sucedió a los apóstoles, apresados por el Sanedrín, al comienzo mismo de la Iglesia, que no podían callar lo que habían visto y oído. Así lo cuenta el Libro de los Hechos: «Habiéndolos llamado, les prohibieron severamente predicar y enseñar en el nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan les replicaron diciendo: ¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él? Juzgadlo vosotros. Por nuestra parte, no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído». Aquella principal intención no ha variado ni podrá variar jamás, y está bien claramente expresada en el lema de la V Conferencia del CELAM, en Aparecida: Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Son, éstas últimas, las palabras de Jesús en la Última Cena que lo definen a Él, y al mismo tiempo la razón de ser de la evangelización: ¡vivir! «¿Qué nos da Cristo realmente? –se preguntaba Benedicto XVI en el discurso inaugural de la Conferencia del CELAM en Aparecida–. ¿Por qué queremos ser discípulos de Cristo? Porque esperamos encontrar en la comunión con Él la vida, la verdadera vida digna de este nombre, y por esto queremos darlo a conocer a los demás, comunicarles el don que hemos hallado en Él». Y si lo callamos, si no somos misioneros, es sencillamente porque no somos discípulos, y entonces no podemos comunicar vida, la verdadera vida, porque en ese caso es que nosotros mismos estamos muertos.

En su discurso inaugural, añadía el Papa estas palabras, que fueron luego recogidas en el Documento final: «El discípulo, fundamentado en la roca de la Palabra de Dios, se siente impulsado a llevar la buena nueva de la salvación a sus hermanos. Discipulado y misión son como las dos caras de una misma medalla: cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva. En efecto, el discípulo sabe que, sin Cristo, no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro». ¿Y cómo podría callarlo? «Vosotros decís que sois la sal de la tierra –les decía a los cristianos en misa el ateo de ficción imaginado por Bernanos, que predicaba en la fiesta de Santa Teresa de Lisieux–. Si el mundo se vuelve insípido, ¿a quién queréis que eche las culpas?».

Como nos asegura Benedicto XVI en la Carta Porta fidei, al convocar este Año de la fe que celebramos, la nueva evangelización, exactamente igual que la primera, y la de todo tiempo y lugar, si lo es de verdad, es decir, si nos hemos encontrado de veras con Jesucristo, como les sucedió a los apóstoles, a la reina Isabel de Castilla, y a los evangelizadores de todos los tiempos, no podrá por menos que hacernos «redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe». Y esto no se puede callar. El Papa Benedicto se estaba haciendo eco, sin duda, del aliento que dio a la Iglesia su predecesor urgiendo a la nueva evangelización. Así lo decía Juan Pablo II, en la anterior Conferencia del CELAM, la de 1992, en Santo Domingo: «Una evangelización nueva en su ardor supone una fe sólida, una caridad pastoral intensa y una recia fidelidad que, bajo la acción del Espíritu, generen una mística, un incontenible entusiasmo en la tarea de anunciar el Evangelio. Nada puede haceros callar, pues sois heraldos de la verdad. La verdad de Cristo ha de iluminar las mentes y los corazones con la activa, incansable y pública proclamación de los valores cristianos». Quienes nos hemos encontrado con Cristo, ciertamente, no lo podemos callar.