No hay justicia sin misericordia - Alfa y Omega

El otro día, en una de esas comidas de vino, chuletón y digestivo que se prolongan hasta la medianoche, unos amigos míos y yo conversamos sobre la naturaleza de la justicia y su relación con la misericordia. Sé que es un tema árido, impropio de un encuentro de colegas, pero es que mis amigos, además de raros —a qué edulcorar la realidad con eufemismos de garrafón—, son platónicos y conciben por tanto el diálogo como un buen modo, acaso el mejor, de acercarse a la verdad por la que sus entrañas y las de todos suspiran.

Pero no les quería hablar de mis amigos —desafío que no podría superar airoso en un artículo tan breve—, sino de la justicia, lo cual es más complejo en apariencia pero mucho más sencillo en realidad. El coloquio, como decía, versó sobre el vínculo entre justicia y misericordia, y la conclusión —categórica, casi unánime— fue que, si bien en Dios están unidas, si bien en Él son indistinguibles la una de la otra, en el hombre están dramáticamente separadas. No se excluyen, pero tampoco se incluyen. Quien es misericordioso no es exactamente justo y quien es justo no es, ay, misericordioso. La justicia consiste en darle a cada uno lo que le corresponde; la misericordia consiste en darle eso y un poco más.

En un principio me adherí a la conclusión, la acepté con la ligereza con la que se acepta un axioma, pero ahora, mientras rumio este artículo en algún peñasco de los Picos de Europa que no sabría ubicar en un mapa, caigo en la cuenta de que no solo es refutable, sino también errónea. No basta con decir que la misericordia y la justicia no se excluyen; hay que añadir que se incluyen, que se implican. La una, pienso mientras una chova piquigualda exige su porción de mi almuerzo, no se da sin la otra. No es justo quien desdeña la misericordia; no es misericordioso quien obvia la justicia.

Me explico. Coinciden los clásicos en definir justicia como la virtud de darle a cada cual lo suyo. Esto tiene una dimensión moral —al vicioso le corresponde un castigo y al virtuoso una recompensa; al cobarde le corresponde la ignominia y al héroe la gloria— y otra ontológica: al hombre, por el mero hecho de serlo, le corresponden unos bienes, también unos derechos, por supuesto unos deberes que al animal, en cambio, no. Justicia es concederle a cada persona lo que merece en tanto que criatura, lo que merece en tanto que hecha por Dios a su imagen.

Pero el lector que, misericordioso, sigue leyendo mi titubeo se preguntará qué tiene que ver esto último con el tema que nos ocupa a nosotros ahora y que ocupó a mis amigos durante la sobremesa otoñal. Sostengo que, propenso como es a tropezar setenta veces siete en la misma piedra, a hacer el mal cuando se ha propuesto honrar a Dios con el bien, a profanar sus palabras con su obra, a elegir de entre todas las opciones la peor, propenso como es a todas esas bajezas, el hombre merece indulgencia o al menos algo parecido. A su debilidad le corresponde una compasión, a su miseria le corresponde una misericordia. Es un mérito paradójico, un no-mérito, uno que no deriva ni de capacidades ni de logros, sino de la insuficiencia y del fracaso.

La justicia no lo será, claro, si no considera la debilidad humana. Si no considera que el criminal es también, de algún modo, víctima. Si no considera que todo hombre está desgarrado por una herida que no ha abierto él; que todo hombre ha heredado de su ancestro más lejano una fatal inclinación a hacer eso que debería evitar y a evitar eso que debería hacer; que todo hombre lleva muy dentro de sí, en las cavernosidades de su alma, un je ne sais quoi que lo arrastra hacia el abismo. ¿Acaso no merece misericordia un ser tan miserable? ¿Acaso no le corresponde la clemencia?

Empecé dándoles la razón a mis amigos y ahora, supongo que equivocado, he de quitársela. Teniendo en cuenta el agotador esfuerzo que nos exige el bien, también la insultante naturalidad con la que hacemos el mal, concluyo que la sociedad progresaría, accedería a un estadio superior, más humano, si se tomara muy en serio los éxitos de sus miembros, aunque fueran escuálidos, y un poco a broma sus errores, aunque fuesen rotundos. Que progresaría si colmara de premios al virtuoso y de perdones al vicioso. Que progresaría, en fin, si nos diese a todos justamente lo que merecemos.