Tengo un amigo que es profesor de brillantísimos alumnos, chicos que participan asiduamente en esta moda reciente de los torneos dialécticos por equipos. Los contendientes se preparan un tema a fondo y lo defienden ante el enemigo. Pero bien pudieran tocarles los argumentos contrarios, y entonces harían una dialéctica igual de concienzuda. Mi amigo no anda convencido de la eficacia del ejercicio. Yo estoy en total desacuerdo, porque es como plantear un «no pienses, tú entra en litigio con éste u otro razonamiento, que da igual». Aquello de Groucho Marx: «Éstos son mis principios, si no le gustan, tengo otros». Un profesor, a mí me parece, facilita a los alumnos razones para que sean ellos los que compongan una definición de la vida, un sentido global de la existencia capaz de influir en su comportamiento cotidiano.
Acaban de reponer en el teatro Fígaro de Madrid, y hasta el 12 de julio, La sesión final de Freud, de Mark St. Germain y dirigida por la eficacísima Tamzin Townsend. Digo ya desde ahora que es una cita imprescindible. Se nos ficciona la conversación que pudieron haber mantenido el profesor de Oxford C. S. Lewis (Eleazar Ortiz) y el renombrado fundador del psicoanálisis Sigmund Freud (Helio Pedregal). No estamos únicamente ante dos exposiciones brillantes, sino ante dos maneras de concebir al hombre. Así lo dice Lewis al inicio del encuentro, cuando su anfitrión le pregunta por su forma de ver el mundo: «Pues que Dios existe, que un hombre no tiene que ser imbécil para creer en Él, y que nosotros, los débiles mentales que lo hacemos [en palabras de Freud], no sufrimos, como afirma usted, una patética neurosis obsesiva».
Los pseudo-debates de televisión nos han hecho creer que detrás de la polémica siempre llega la agresión. En La sesión final de Freud, hay subidas de tono, porque es normal que un posicionamiento vital tenga su vehemencia. Pero el respeto es tan eficaz entre ambas figuras, que parece el protagonista invisible de la obra. Se dan tiempo para hablar, van en serio a la hora de escucharse, ambos contradicen esa sentencia de Franz Jalics: «Así reaccionamos en la vida: escuchamos lo que el otro dice, sí, pero no lo que quiere decir». No importa no haber leído los libros a los que se hace referencia en la función, El paraíso perdido de Milton o El hombre eterno de Chesterton. El espectador sabe que necesita tomar posición en la vida, y que sus argumentos siempre deben propiciar un encuentro.