No es la comida, sino la materialización del amor
A Pavel Florenski se lo cargó Stalin porque era un tipo sospechoso. Le hicieron un severo correctivo en la Lubyanka y, más tarde, pasó a la Siberia Oriental, donde los trabajos y los fríos le robaron la vida. Era monje ortodoxo, artista y científico. Le denominaban el Leonardo de Oriente. Tantas credenciales inusitadas eran carne de cañón de matadero, y más en los tiempos de la sospecha hacia los enemigos del pueblo, de por sí perniciosos y contrarrevolucionarios. No quiero referirme en estas líneas a la biografía del hombre de quien Benedicto XVI habló antes de renunciar a su pontificado en una de sus audiencias generales. Pero este cronista, que se considera ya amigo connatural de Florenski, exige de quien le lea que se ponga a buscar con entusiasmo alguno de sus libros, si quiere saber más cosas de su propia alma. Aquí repararé sólo en una escena, una imagen que quiero que se detenga a la luz del análisis, y que hallé en La sal de la tierra, la biografía que Pavel escribiera sobre el staretz (maestro o guía espiritual) Isidor, un monje al que conoció, y al que debió la impresión de realidad de entrar en un mundo profundamente espiritual. El libro es el reconocimiento del hijo engendrado a Cristo por un anciano que vivía para la oración y el servicio. Me detengo en el capítulo en el que se nos habla del staretz Isidor como anfitrión de huéspedes. Estar a su mesa, escribe Pavel, no trataba sólo de aceptar una invitación a acomodarse a su lado, era toda una materialización del amor, «todo lo que él puede tener lo recibe de los huéspedes». Lo que Isidor poseía, provenía de la conversación de quien invitaba a comer. «Cuando el Espíritu Santo está presente, entonces también mi mobiliario y mi confitura son buenos, y cuando no está, nada sirve».
Isidor miraba de una forma nueva, echaba por tierra todo convencionalismo existente, porque «miraba con ojos de eternidad». Añade Pavel: «Aniquilaba todo en el interlocutor, en el sentido de que lo hacía descender de la altura de la autocomplacencia humana, y lo ponía a ras de tierra, arrojando al fango toda fatuidad». Y era un hombre dispuesto a dejar algún regalo en su interlocutor, la pasión de regalar, de la que habla Pavel. No dejaba vacíos a sus huéspedes, aunque pusiera en sus bolsas rábanos o pepinillos. Hay en este breve capítulo un brevísimo tratado de la dignidad del hombre en torno a la mesa. Nosotros, que andamos a diario con compromisos culinarios, deberíamos leer con provecho estas breves lecciones.