Ni disminuido ni discapacitado: soy persona - Alfa y Omega

Lograr los justos derechos para las personas con discapacidad siempre es una ardua lucha en el tiempo. El pasado 18 de enero se cumplía una reivindicación histórica, que afecta a cuatro millones y medio de personas en España, al aprobarse la reforma del artículo 49 de la Constitución y modificar el término «disminuido» por «persona con discapacidad» incorporando, además, elementos clave como «la obligación de garantizar la plena autonomía personal y la inclusión social».

Lo sustantivo de la modificación es la denominación de «persona», más allá del término «discapacidad», puesto que este es susceptible de ir cambiando. Hasta ahora hemos sido subnormales, inválidos o minusválidos. Sin embargo, la consideración como persona afirma la dignidad del ser humano. Solo así es posible desarrollarse para vivir una ciudadanía de pleno derecho.

Las palabras que utilizamos para definir a las personas no son indiferentes. Ellas configuran nuestro pensamiento y nuestra mirada pudiendo ser el origen de prejuicios y motivar actitudes de discriminación. Desde el sector de las personas con discapacidad, conscientes de ello, se insiste en la importancia de cultivar un lenguaje inclusivo y respetuoso hacia todos.

«Vosotros, los discapacitados» es una frase usada frecuentemente en todos los ámbitos. En muchas ocasiones, y en determinados contextos, me he sentido en la obligación de corregir esta nefasta expresión: «por favor, no somos discapacitados, somos personas que tenemos una discapacidad, o una limitación funcional, pero ante todo personas». Y ha sido efectivo… al menos durante un tiempo.

Ciertamente, nos felicitamos de no ser ya «disminuidos», pero más nos alegraremos cuando, además de tener una legislación de las más progresistas del mundo, se cumplan los criterios que exige la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, especialmente ante los continuos incumplimientos en accesibilidad universal, acceso al empleo, autonomía personal y educación inclusiva. Así, mientras aplaudimos el obligado cambio no debemos olvidar que el 23 % de las personas con discapacidad en España vive en riesgo de pobreza y exclusión, mientras que solo una de cada cuatro tiene empleo.

Por eso decimos que son las condiciones impuestas quienes nos «discapacitan» y no nuestra particular situación. Si un establecimiento público tiene barreras que impiden el acceso el problema para entrar no es mi discapacidad sino la falta de accesibilidad. Durante mi estancia en Roma, hace dos años, para trabajar sobre la consulta especial del Sínodo destinado a las personas con discapacidad, me otorgaron un alojamiento «técnicamente adaptado», pero que tenía un pequeño problema: el aseo era inaccesible desde la silla de ruedas pese a que las instalaciones están catalogadas como adaptadas. Es fácil imaginar la situación al no poder utilizarlo durante los tres días que estuve allí.

Sin ir más lejos, este pasado fin de semana me desplacé a Madrid para dar una jornada de formación en una casa de retiros espirituales, y como es frecuente, tuve grandes dificultades para acceder al edificio. Para colmo, no existía un aseo ni accesible ni practicable, la respuesta ante la objeción fue que «era demasiado costoso».

Respecto a la Iglesia, sigue predominando un exceso de paternalismo asistencialista hacia las personas con discapacidad, así como la triste consideración del «pobrecito» y «la pobrecita». Urge generar una voluntad encaminada a favorecer un desarrollo integral de la persona para que potencie sus múltiples capacidades. Un apoyo que motive su proceso hacia una fe madura y posibilitando su plena inclusión como miembro de una comunidad desde donde ejercer su misión evangelizadora.

Lamentablemente, los procesos inclusivos en la Iglesia aún son incipientes y en clara desventaja frente a la sociedad civil donde las personas con discapacidad ocupan puestos de liderazgo y múltiples responsabilidades a cualquier nivel. En la Iglesia, al carecer de órganos y directrices claras, así como al no estar incluidas personas con discapacidad en la gestión y toma de decisiones al respecto, todo queda al albur del voluntarismo cuando no de la indiferencia.

Hace años, al cambiar de ciudad de residencia, y elegir una importante parroquia, me puse en contacto con el párroco a quien informé de mi amplia implicación apostólica y mi deseo de ponerme a su disposición. No estoy seguro si llegó a escucharme realmente, pero nunca me dijo una sola palabra. Más adelante, cambié a otra parroquia y allí sí fui acogido. Son muchas las experiencias, en la Iglesia, donde queda la sensación de ser invisibles.

No obstante, vemos una puerta que se abre a la esperanza en la insistencia del Papa Francisco que, desde hace años, está luchando, incansable, por un cambio de mentalidad y para ir caminando hacia una auténtica inclusión de las personas con discapacidad en la Iglesia. Durante uno de los privilegiados momentos de contacto con él me manifestó: «A mí, este asunto, me preocupa mucho».

La preocupación de Francisco quedo evidente al motivar, dentro del proceso sinodal, que se realizara una Consulta Especial para escuchar la voz de las personas discapacidad de todo el mundo, así como al nombrar a una persona con gran discapacidad para participar como miembro de pleno derecho en la XVI Asamblea del presente Sínodo. Un importante fruto de ello es la afirmación recogida en el Informe de Síntesis cuando dice: «Reconozcamos las capacidades apostólicas de las personas con discapacidad. Queremos valorar la aportación a la evangelización que proviene de la inmensa humanidad que poseen».

La inclusión de toda persona y colectivo vulnerable es fruto de una tarea que implica a todas las instituciones y a la sociedad en general. Cuando a una persona se le impide vivir con dignidad y se le niegan sus derechos básicos nos afecta a todas las personas. La buena voluntad, así como sacarles brillo a las palabras, no es suficiente, aunque sea un buen principio, si no va acompañado de hechos.