Me dijo mi mejor amiga que este año estaba viviendo una auténtica Navidad. En la pobreza, como Jesús naciendo en un establo con animales tras multitud de puertas cerradas. En el sufrimiento de María, que veía cómo rompía aguas sentada en un burro, aterida de frío, sin entender por qué ese valiente «sí, confío» solo recibía un aparente «no» por respuesta. En la preocupación de José, angustiado por no poder cuidar como quisiera a su mujer y a su hijo. Sí, ha sido la verdadera Navidad. Nochebuena de la mano amarillenta de mi abuela, que se apaga porque su cuerpo no puede más tras 106 años de vida en este mundo. Navidad sirviendo a 200 personas, amigos de la calle, refugiados, sin un minuto para sentarme a comer ni un trozo de turrón pero verdaderamente feliz. Y una noche de churros con chocolate recostada en el hombro de mi pequeño Pablo. Entre medias, cabezudos y amiga de esas que calientan el alma. Nochevieja con mis hermanos de comunidad, lazos más allá de la sangre, y con mi niña y mis padres al calor del hogar. Año nuevo con brunch en tres idiomas con la hermana que llegó desde el sur de Italia. Este año no hubo cohetes ni comidas copiosas. Este año, sí, hubo Navidad.