Cuando se relee Evangelii gaudium, a los diez años de su publicación, podría decirse que todo cuanto Francisco ha dicho y hecho después encaja en el célebre versículo del libro del Eclesiastés, «nada hay nuevo bajo el sol». En su primera exhortación ya se enuncian los temas fundamentales, las líneas e ideas matrices, así como la metodología de los procesos que han sido desarrollados de ese tiempo a esta parte. Con todo, aunque nada sea nuevo, no puede obviarse la originalidad de Francisco manifestada en expresiones, gestos, documentos o decisiones y que, fundamentalmente, reside en «la ligazón que ha establecido entre misión, conversión y reforma» (S. Madrigal, De pirámides y poliedros. Señas de identidad del pontificado de Francisco).
No son nuevas las llamadas a la evangelización; la primacía de Dios y su misericordia; el carácter maternal de la Iglesia; los desafíos del individualismo a la sociedad y al corazón mismo de la Iglesia; la dignidad de todo bautizado; el camino de conversión continua que la Iglesia, en todos sus niveles y todos sus miembros, ha de realizar hacia la plenitud de Dios; el indisoluble vínculo entre evangelización y promoción social o la profunda espiritualidad que ha de cultivar todo cristiano. De todas estas cuestiones se encuentran huellas en el recorrido eclesial desde el Concilio Vaticano II. Francisco tan solo las ha puesto en solfa desde su peculiar temperamento y origen geográfico, teológico y jesuítico y las ha ido desarrollando de mil maneras, hasta el punto de haber iniciado, probablemente, una nueva fase de recepción conciliar.
En ocasiones, este programa de conversión espiritual, pastoral y eclesial se ha sintetizado en expresiones que han quedado en la memoria de todos: primerear, Iglesia en salida, olor a oveja, cultura del encuentro, «¡hagan lío!», discípulos misioneros, «misericordia es nombre de Dios», «sinodalidad es nombre de Iglesia». Otras en documentos, como si fueran desarrollos de alguno de los puntos de Evangelii gaudium. Por ejemplo, la centralidad de la misericordia (EG 24, 37, 193), en la convocatoria del Año de la Misericordia (2016); la espiritualidad del discípulo misionero (EG 262-283), así como sus tentaciones (EG 76-109), en Laudato si (202-245), Amoris laetitia (313-325) y, sobre todo, en Gaudete et exsultate. La denuncia del individualismo social —la cultura del descarte— o eclesial —el multiforme clericalismo—, así como la propuesta del diálogo social y la fraternidad universal, en cuanto camino y destino de la «cultura del encuentro» (EG 52-75; 177-258), han tenido su concreción en Fratelli tutti, Querida Amazonia o Laudate Deum. Los procesos de reforma de las estructuras eclesiales (EG 20-48), han visto luz, entre otros, en Veritatis gaudium, Episcopalis communio, Praedicate Evangelium o en el actual Sínodo sobre la sinodalidad. Pero, sobre todo, en los mismos procesos sinodales previos a Amoris laetitia, Christus vivit, o el que estamos viviendo; por último, las grandes líneas pastorales (EG 163-175) —kerigma, mistagogia y acompañamiento—, han tenido su explicación en Christus vivit y en Gaudete et exsultate.
En estos años, pese a que nada haya sido nuevo bajo el sol, hay quienes expresan su disenso; bien porque los caminos emprendidos son considerados un extravío, bien porque se ven insuficientes. Con todo ello ya contaba Francisco. Por eso, evaluar constantemente las cosas como si ya estuvieran clausuradas expresa una mirada, si no miope, sí apresurada y parcial.
Hay muchas iniciativas y propuestas actuales que son fruto del impulso pastoral de Evangelii gaudium y, aunque algunas deban afinarse y consolidarse, su costosa realización nos indica que estamos en un largo proceso, lleno de polaridades, que debemos proseguir desde unos criterios que permitan avanzar. Esto es algo que está en el centro del pensamiento filosófico y teológico de Francisco, desarrollado en EG 221-236: el tiempo es superior al espacio, la unidad prevalece sobre el conflicto, la realidad es más importante que la idea y el todo es superior a la parte. Quizá cuando emerjan juicios de valor convenga, para neutralizarlos, traer a la memoria estos principios.
Por eso, no solo por el décimo aniversario, sino para ver la organicidad de cuanto vivimos en la Iglesia y como Iglesia, convenga releer la exhortación, considerándola como el prisma que difracta, en mil haces de colores, la única luz recibida de la alegría del Evangelio que «llena el corazón y la vida entera» (EG 1).