Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas? - Alfa y Omega

Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?

Sábado de la 15ª semana de tiempo ordinario. Santa María Magdalena / Juan 20, 1. 11-18

Carlos Pérez Laporta
El Señor Resucitado se encuentra con María Magdalena. Vidriera en el The Stained Glass Museum, Ely (Inglaterra). Foto: Lawrence OP.

Evangelio: Juan 20, 1. 11-18

El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.

Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:

«Se han llevado del sepulcro al señor y no sabemos dónde lo han puesto».

Estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.

Ellos le preguntan:

«Mujer, ¿por qué lloras?».

Ella les contesta:

«Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice:

«Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta:

«Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Jesús le dice:

«¡María!».

Ella se vuelve y le dice:

«¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!». Jesús le dice:

«No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”».

María la Magdalena fue y anunció a los discípulos:

«He visto al Señor y ha dicho esto».

Comentario

María está agitada. La muerte de Jesús ha desgarrado su corazón, que sangra a borbotones. Aun ajado, sangra porque no ha dejado de amar a Jesús. La muerte no ha podido apagar el amor. Es más, lo ha exacerbado: le ama más, le busca más, le espera más, por detrás de la muerte. No podía dormir y «fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro». Desde el sepulcro «echó a correr y fue» a donde estaban Simón y Juan, y de ahí de vuelta al sepulcro. Corre con los pies para dar salida a las prisas de su alma. Mueve sus piernas porque no sabe aún galopar con su corazón, para llegar a su amado: «En mi lecho, por la noche, buscaba al amor de mi alma; lo buscaba, y no lo encontraba. “Me levantaré y rondaré por la ciudad, por las calles y las plazas, buscaré al amor de mi alma”. Lo busqué y no lo encontré» (Cant 3, 1-2).

Y porque no lo encontraba se quedó «María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro». Si después de haber mirado y no haber visto volvió a asomarse es porque su corazón no podía dar crédito a sus ojos. Su corazón no estaba dispuesto a dejar de buscar a Jesús incluso por encima de sus posibilidades, más allá de la muerte. Su corazón quería ver lo invisible, y obligaba a sus ojos a asomarse una y otra vez. Y porque había sido amada con un amor que no era de este mundo, sus ojos pudieron ver más allá de lo visible. Por eso, con sus ojos atravesados por el amor «vio dos ángeles», que vigilaban «uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús»: «Me encontraron los centinelas… “¿Habéis visto al amor de mi alma?”» (Cant 3, 3). Pero María no se contenta con visiones espirituales: ama más y su corazón no se detiene; tampoco sus ojos. Porque su amor no era solo amor espiritual. Por eso, «se vuelve» una y otra vez, buscando a su amado. Quiere ver a Jesús, porque su amor era el mismo amor de Jesús; era el amor divino porque en Jesús había sido amada por el mismo Dios y ella había amado con ese amor en la carne de Jesús a Dios. Así, porque amó por encima del espíritu, sus ojos pasaron más allá de los ángeles, y  vieron a Jesús: «En cuanto los hube pasado, encontré al amor de mi alma» (Cant 3, 4).