Ahora que arranca la asamblea sinodal puede ser útil recordar unas palabras del Papa en su viaje a Mongolia sobre la forma de la Iglesia y sobre el ministerio del obispo. Son palabras a la vez sencillas y provocadoras, que limpian el aire contaminado a veces por discusiones estériles y desenfocadas. Recuerda Francisco que Cristo ha dado a su Iglesia una estructura que refleja la armonía que hay entre los distintos miembros del cuerpo humano. Él es la cabeza y la guía infundiendo en el cuerpo, o sea, en nosotros, su mismo Espíritu, que actúa sobre todo en los signos de vida nueva que son los sacramentos. Además, para garantizar la autenticidad y la eficacia de esta vida ha instituido el orden sacerdotal. Cristalino, ¿o no?
Siguiendo con esta explicación el Papa observa que el obispo no es un mánager, sino la imagen viva de Cristo buen Pastor que reúne y guía a su pueblo. La Iglesia no se comprende siguiendo un criterio funcional, como si fuese una empresa, un club o un partido. La Iglesia es algo distinto y la clave es la palabra comunión. Por eso el obispo no hace de moderador siguiendo el principio de la mayoría. Es Jesús mismo quien se hace presente en la persona del obispo para asegurar la comunión de su Cuerpo místico. Y eso es algo que debería producir vértigo y conmoción, al obispo y al pueblo, y también agradecimiento por este don.
El Papa recordó también que la unidad de la Iglesia no es una cuestión de orden y de respeto, ni siquiera de buena estrategia, es una cuestión de fe y de amor al Señor, es fidelidad a Él. Por eso es importante que todos los componentes eclesiales se aglutinen alrededor del obispo, que representa a Cristo vivo en medio de su pueblo, sean cuales sean su temperamento, sus virtudes y sus límites. Así se ensambla en armonía un cuerpo en el que cada miembro tiene su acento, su carisma, para contribuir a la riqueza del conjunto. Ojalá que esta visión de la Iglesia sea el tejido profundo del debate a largo de las próximas semanas en el sínodo, también si ese debate es vivo, incluso franco, como lo fue en aquella primera asamblea de Jerusalén.