¡Muchacho, a ti te lo digo, levántale! - Alfa y Omega

¡Muchacho, a ti te lo digo, levántale!

Martes de la 24ª semana de tiempo ordinario / Lucas 7, 11-17

Carlos Pérez Laporta
La resurrección del hijo de la viuda de Naín. Wilhelm Kotarbinski. Museo Nacional en Varsovia, Polonia.

Evangelio: Lucas 7, 11-17

En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío.

Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.

Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo:

«No llores».

Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo:

«¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!».

El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo:

«Un gran Profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo». Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.

Comentario

Es una viuda, que acaba de perder a su único hijo. El desgarro interior de aquella mujer es imposible de describir. La palabra humana no llega a esos fondos amorfos y descompuestos del dolor. Pero, el Señor se compadece de aquella situación. No le da discursos. Solo le dirige dos palabras, que no serían justas si no las acompañase del gesto que viene después: «No llores», le dice. ¿Quién podría negarle el derecho a llorar a una mujer en esa situación? Aquella mujer solo podía llorar. Si no fuese a resucitarlo las palabras «no llores» habrían constituido casi un insulto, una falta de sensibilidad.

Pero aquel niño se ha levantado. Ha resucitado. Volverá a morir algún día, claro. Pero su madre ha conocido a aquel que puede devolverle la vida. Su madre ha conocido a la vida, y su hijo también. La muerte futura de su hijo ya no le asustará mas. Tampoco la muerte de su marido le hará más daño. Podrá llorar, porque la muerte causa dolor, pero su llanto estará cargado de espera. Porque ha conocido al Señor de la vida. Esa es la experiencia que todas las madres hacen en el bautismo de sus hijos, como reza la bendición final que el celebrante hace sobre ellas: «El Señor todopoderoso, por su Hijo, nacido de María la Virgen, bendiga a esta madre y alegre su corazón con la esperanza de la vida eterna, alumbrada hoy en su hijo, para que del mismo modo que le agradece el fruto de sus entrañas, persevere con él en constante acción de gracias».