Monseñor Martínez Camino escribe sobre Evangelii gaudium: «Quiero una Iglesia pobre para los pobres»
Leyendo y releyendo la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, se me han quedado grabadas esas palabras del Papa, que se encuentran en el corazón de la misma, y que ya le habíamos oído pronunciar, con tanta convicción, en la primera audiencia que concedió después de su elección para la sede de Pedro, el pasado mes de marzo: «Quiero una Iglesia pobre para los pobres» (198). Me parece que aquí se encuentra una de las claves más importantes -si no, la más importante- para comprender lo que Francisco nos propone en la «nueva etapa evangelizadora, llena de fervor y dinamismo», a la que convoca con urgencia a toda la Iglesia
Hay que fijarse en la definición que el Papa ofrece de la nueva evangelización: «Es -según escribe en Evangelii gaudium– una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas [las de los pobres] y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia».
Con este programa, el Papa desea que la Iglesia se centre en lo sustancial del Evangelio, superando las viejas tentaciones de mundanización de la vida cristiana que, con tanta frecuencia y tanta tristeza, han esterilizado la obra evangelizadora en las últimas décadas. Una Iglesia pobre para los pobres no es una Iglesia entregada al «inmanentismo antropocéntrico» (94), «que puede expresarse -señala el Papa- en una falsa autonomía que excluye a Dios», y también, en el «consumismo espiritual» (89); es, por el contrario, una Iglesia muy consciente de que evangeliza «para la gloria del Padre que nos ama», «más allá de que nos convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no» (267). De ahí que una Iglesia pobre para los pobres no pueda ser servida por laicos o consagrados tocados por un «complejo de inferioridad que les lleva o relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus convicciones» y lastrados por «la obsesión de ser como todos» (79), viviendo «como si Dios no existiera» (80). Es una Iglesia cuyos miembros no buscan su propia gloria ni con escenificaciones litúrgicas, ni con exhibiciones de supuestas conquistas sociales y políticas, ni con mucho activismo organizativo, todo siempre bajo la falsa apariencia de compromiso evangélico o de amor a la Iglesia. Una Iglesia pobre para los pobres no es, en definitiva, una Iglesia dominada por la «mundanidad espiritual» (93-97); ésta sería, más bien, una Iglesia rica, pagada de sí misma y de sus logros mundanos.
El Papa, en cambio, propone caminos de Evangelio verdadero. Quiere superar las confusiones que condujeron al sometimiento de la fe a determinadas ideologías inmanentistas que utilizaron a los pobres para fines políticos, alejados de la fuente de la que mana la opción preferencial que la Iglesia hace por ellos, es decir, alejados del amor de Dios por los pequeños, con los que Él llega a identificarse (ver nn. 199 y 197). Aquellas confusiones llevaron a propugnar una Iglesia de los pobres que no era la Iglesia del pueblo de Dios, ni la de la gente, sino la de una élite ideológica y la de una clase sociológica (cf. 239). Pero «la inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe» (200). En eso ha de «traducirse principalmente la opción preferencial por los pobres -según pide el Papa-: en una atención religiosa privilegiada y prioritaria».
¡Qué programa tan diverso del que denunciaba, en 1984, la Instrucción Libertatis nuntius, sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, citada varias veces en Evangelii gaudium! En muchos casos, fueron precisamente aquellos desvaríos, que privaron tantas veces a los pobres de los sacramentos y de caminos de maduración en la fe, los que proporcionaron excusas a otros ideólogos de signo contrario para rechazar la opción preferencial por los pobres, haciendo oídos sordos al clamor de éstos y a las enseñanzas de la Iglesia.
El Papa ama a los pobres, porque ama a Dios
El Papa Francisco no tiene miedo a los pobres, porque profesa humildemente el santo temor de Dios: ama a los pobres, porque ama a Dios. En cambio, apunta que quienes temen a los pobres y se defienden de ellos, incluso acusándolos con falsedad de ser los causantes de los desórdenes y violencias del mundo, son aquellos que no temen a Dios, que no lo aman, porque viven prisioneros de lo que él llama la «conciencia aislada» (2) propia del antropocentrismo inmanentista de nuestros días (cf. 57 y 205).
Superando el espíritu del mundo, ha llegado la hora de atender en su integridad las exigencias del Evangelio y las enseñanzas del Magisterio de los últimos años. Me parece que esto es lo que en realidad nos pide el Papa Francisco cuando nos recuerda, en estupenda síntesis, algunos textos fundamentales de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI.
¿Por qué se puede definir la nueva evangelización como el reconocimiento de la fuerza salvífica de la vida de los pobres, según vemos que hace el Papa Francisco? Porque, como enseñaba Pablo VI en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi -texto de referencia para la Evangelii gaudium– en sus vidas «se refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer» (123).
Citando las intervenciones de Benedicto XVI en Brasil, en 2007, con motivo del encuentro de los obispos latinoamericanos en Aparecida, el Papa Francisco subraya que «los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio», y explica que «la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer», ya que ellos «no tienen con qué recompensarte (Lc 14, 14)» (48). El Papa Ratzinger señalaba que la opción por los pobres «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que por nosotros se ha hecho pobre, para enriquecernos con su pobreza» (198). Por eso, los pobres han de estar en el centro del camino de la Iglesia.
Y, recogiendo literalmente el programa trazado por el Beato Juan Pablo II al concluir el Gran Jubileo del Año 2000, en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, el Papa alerta de que, «sin la opción preferencial por los más pobres, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día». Que los pobres se sientan en la Iglesia como en casa -decía también allí mismo Juan Pablo II- será «la más grande y eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino» (199).
Volver al centro del Evangelio
No tengamos miedo: el programa de Francisco no es otro distinto que el de sus predecesores. El cardenal Ratzinger escribía, en la mencionada Instrucción Libertatis nuntius (XI, 5 y 18), por mandato de Juan Pablo II: La Iglesia «quiere ser en el mundo entero Iglesia de los pobres». Y añadía que esta clara opción nos afecta a todos: «La conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y la pobreza son requeridos a todos, y especialmente a los pastores y a los que tienen responsabilidad en la sociedad. La preocupación por la pureza de la fe ha de ir unida a la preocupación por aportar, mediante una teología íntegra, la respuesta a un testimonio eficaz de servicio al prójimo, y particularmente al pobre y al oprimido» (cf. 201).
Pero no nos engañemos: no habrá Iglesia de los pobres para los pobres, si no volvemos una y otra vez al centro del Evangelio, como el Papa nos enseña. «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento» (1). Dejarse salvar por Jesucristo es aceptar «la primacía de la gracia» (112). Ésta es, junto a la opción preferencial por los pobres, la otra clave principal del programa de Francisco. Aquí no podemos más que aludir a ella, pero son dos claves inseparables. «En cualquier forma de evangelización, el primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él» (12). «Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo aislado, ni por sus propias fuerzas» (113).
El Papa nos presenta en Evangelii gaudium un camino de vida y de misión exigente y completo. Acojámoslo en su integridad, sin selecciones parciales e interesadas. No hagamos caso de presentaciones ideológicas y sesgadas como las que hemos visto y oído estos días en algunos titulares y comentarios periodísticos. Estudiemos con cariño las palabras del Papa, en directo, sin intermediarios. Captemos el equilibrio y, al mismo tiempo, la audacia evangélica de su enseñanza.
De los cinco capítulos que componen la Exhortación, el objetivamente central es el que ocupa también el centro arquitectónico del documento: el capítulo tercero, que habla del Anuncio del Evangelio (del Kerygma), es decir, de la Buena Nueva del amor y la misericordia de Dios Padre, revelados en Jesucristo, contemporáneo nuestro por su Espíritu. A continuación, el capítulo cuarto expone La dimensión social de la evangelización, como aspecto ineludible del Kerygma. Éste, según hemos subrayado en este breve comentario, no siendo el tema objetivamente central de la Exhortación, sí que constituye la clave pastoral más importante que el Papa quiere subrayar al hablar de la nueva evangelización. En el capítulo quinto, la Exhortación se cierra describiendo el espíritu de la evangelización: el de la gratuidad de la gloria de Dios. En cierto paralelismo con los dos capítulos finales, el primero y el segundo describen, respectivamente, La transformación misionera de la Iglesia, que tendrá lugar si todas sus estructuras se dejan vivificar por el Espíritu, y La crisis del compromiso comunitario, que será superada por una efectiva opción preferencial por los pobres verdaderamente teológica.