Me entero con alegría de que ya están disponibles —puede que ya lleven tiempo ahí— todas las temporadas de Monk tanto en Prime Video como en Movistar Plus+. Y créanme cuando les digo que es una alegría enorme enterarme de esto porque esta serie, que narra el excéntrico modo de resolver los casos más difíciles del departamento de Policía de San Francisco, que tiene el exagente y detective asesor Adrian Monk (Tony Shalhoub), fue un refugio durante la etapa universitaria de quien escribe. Cuando un piso de estudiantes sin velocidad de internet suficiente hacía que, para huir de exámenes y estrés estudiantil, uno desenfundase, día tras día, los DVD con los capítulos de esta vieja serie.
Unos capítulos cuya calidad no depende de su trama, que puede que sea algo predecible e incluso caer en el tópico del relato policíaco, sino en el cariño que uno va cogiendo a sus personajes, bien formados, con dones y vicisitudes, y cuyas vidas se nos presentan como lo que son todas las vidas: algo lleno de contrastes, de luces y de sombras. Y es por esto por lo que uno quiere volver a diario a los capítulos de la serie y no se salta ni la introducción, con la extraordinaria sintonía de Randy Newman, It’s a jungle out there, que uno termina cantando e incorporando a su vida como remedio contra la locura del mundo que nos rodea.
Pero hay, claro, un personaje a quien queremos por encima de todos porque, en el fondo y a pesar de la excentricidad de su comportamiento, condicionado por su extremo trastorno obsesivo compulsivo, podría ser ese nosotros pequeñito que se nos aparece, de cuando en cuando, sobre los hombros. Ese nosotros con quien conversamos en no pocas ocasiones sobre lo difícil que se ponen a veces las cosas —cuando parece existir esa jungla ahí fuera—, que nos llama a sacar una sonrisa y también lo mejor de nosotros y que, a su manera, nos mantiene cuerdos pese a todo lo demás. Ese es Adrian Monk, los que le conocen lo saben. Los que no, conózcanle.