Misioneros de la fe
Quien afirma que una imagen vale más que mil palabras, está diciendo que la imagen es espejo de una realidad que se muestra sin fisuras, y que las palabras, a veces, nos separan de la realidad. En no pocas ocasiones, las imágenes se utilizan para ocultar la realidad, para taparla, incluso para deformarla. Si hay una imagen de la Iglesia que se corresponde con la realidad, ésa es la de la misión ad gentes
El misionero, que con el cubo de plástico, como si fuera un sacramento de los signos de los tiempos, bautiza a un niño en un templo, que se parece más a una chabola, es misión, porque es Iglesia. El sacerdote, que trae siempre la novedad y la sorpresa a la mirada sin fondo del niño, que es reclamo de eternidad, es misión, porque es Iglesia. La religiosa, entregada en cuerpo y alma a la educación de las niñas, a modelar esa naturaleza que es todo posibilidad, futuro y esperanza, es misión, porque es Iglesia. Dicen los periodistas, no sé si los buenos o lo malos, que no hay que permitir que una noticia te estropee un buen titular. En la misión, el titular, misioneros de la fe, es la noticia.
La celebración del día del Domund de este 2012 tiene resonancias especiales. Benedicto XVI ha introducido a la Iglesia en un estado de lo esencial; en una mirada permanente al amor primero. La misión ad gentes no es otra cosa que ese amor primero de la fe que se hace geografía y biografía. El Concilio Vaticano II enseñó también a la Iglesia a hacerse las preguntas esenciales. Una primera y principal fue: Iglesia, ¿qué dices de ti misma? El eco de esa pregunta resuena en la celebración del Domund en este Año de la fe: Misión, ¿qué dices de ti misma? Misionero, ¿qué dices de ti mismo? Es posible que la aceptación social de los misioneros se deba a que no pocos tengan una imagen no completa de la misión, y que hayan sustituido, o contrapuesto injustamente, fe con humanidad. Pero en el corazón de quienes gastan su vida por el Evangelio, la misión es siempre una misión, llamada, envío, respuesta, de y por la fe. Una misión, que es vida, que no tiene precio y que tiene el valor de la fe, la medida del amor eterno.
No es casual que los primeros números del Decreto Ad gentes, del Concilio Vaticano II, se desarrollen en paralelo con los primeros números de la Constitución Lumen gentium. Si el Concilio Vaticano II fue un Concilio cuyo centro es el misterio de Jesucristo ofrecido a los hombres en el hoy de la Historia, la misión es la prueba de viabilidad de la presencia universal de Cristo en la Historia. Si el Concilio Vaticano II estuvo dominado por el misterio de Dios trinitario, la misión proclama ese misterio por entre las líneas de la frontera de lo humano.
El Año de la fe es una oportunidad para inaugurar una nueva época en el espíritu evangelizador de la Iglesia. Pero esa nueva época, o es misionera, o no será. Benedicto XVI dijo, en el último encuentro con los Directores nacionales de las Obras Misionales Pontificias, que «la missio ad gentes constituye el paradigma de toda la acción apostólica de la Iglesia». El método de los misioneros de la fe interpela a la nueva evangelización. El Evangelio es palabra y vida del misionero; es la imagen que produce la sorpresa de la fe. Cada fotografía de un misionero es una sorpresa para nuestra fe. Frente al cansancio de creer, la misión ad gentes es medicina para el alma de la Iglesia. Como ha señalado el Papa en su mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones de este año, «también hoy, la misión ad gentes debe ser el horizonte constante y el paradigma en todas las actividades eclesiales, porque la misma identidad de la Iglesia está constituida por la fe en el misterio de Dios, que se ha revelado en Cristo para traernos la salvación; y por la misión de testimoniarlo y anunciarlo en el mundo, hasta que Él vuelva».
Los misioneros no son héroes, son misioneros de la fe.