Misioneras en las entrañas de la yihad africana
El terrorismo en el norte de Mozambique ha provocado desde 2017 más de 5.000 muertes y un millón de desplazados. Esta es la historia de cuatro religiosas que se niegan a abandonar sus hogares pese al miedo y la miseria
La murciana Ángeles López se salvó por poco. Aquel martes, 6 de septiembre de 2022, cuando yihadistas irrumpieron en su misión en Chipene, un pueblo de Nampula, provincia que colinda con la de Cabo Delgado, acababa de dar las buenas noches a María de Coppi, su hermana comboniana. Fue la última vez que ambas se vieron con vida. «Vino a mi cuarto y me pidió que leyera un mensaje que le había mandado su sobrina». A los pocos segundos, gritos de hombres y golpes. «Escuché cuatro balas, así que me pegué a la pared. Después abrí la puerta y vi que María ya estaba muerta».
32,5 millones de habitantes
Católicos, 27,2 %; musulmanes, 18,9 %, y otros cristianos, 31,6 %
450 euros
Todo comenzó en 2017 en Cabo Delgado, una de las zonas más abundantes en recursos naturales de todo el continente africano —gas, petróleo, mármol, oro, grafito, rubíes…—, pero también una de las regiones más pobres de Mozambique, que a su vez es una de las naciones más pobres del mundo; ocupa el puesto 185 en el Índice de Desarrollo Humano. Fruto del hastío, de la inequidad y de una desconfianza cada vez más palpable en autoridades y líderes políticos, salpicados por la corrupción, aquel año un grupo de insurgentes asaltó un puesto de Policía, dando lugar al inicio de unas arremetidas que se han prolongado hasta la actualidad.
Pero lo que parecía una insurgencia localizada y sin tintes religiosos o políticos, mutó en grupos organizados vinculados a organizaciones terroristas internacionales —como al movimiento yihadista Al Shabaab, muy activo en el cuerno de África—, capaces de tomar ciudades enteras. Las cifras hablan por sí solas: desde 2017 el conflicto acumula más de 5.000 víctimas mortales confirmadas y alrededor de un millón de desplazados internos. «Nos habían avisado de que estaban por la playa, pero era tarde para unas 15 niñas de nuestro refugio. Vivían lejos, así que se tuvieron que quedar en la misión. La otra hermana, Leonor, se fue a dormir con ellas, a un edificio que estaba a unos 25 metros de mi casa», prosigue Ángeles López. Los peores presagios se cumplieron. Un grupo de hombres armados asesinaron a su compañera y lo redujeron todo a cenizas. Cuenta que la retuvieron durante 45 minutos. Que, por su experiencia previa como enfermera en la guerra civil mozambiqueña, que finalizó en 1992 tras 15 años de barbarie, rezaba para que los yihadistas acabaran con su vida de un disparo y no con un machete. «Suturé tantos catanazos, con luz o a oscuras, con anestesia o sin ella… Tenía aquellas imágenes en la cabeza y pedí a Dios que me mataran de un tiro». Pero nada de eso sucedió. La dejaron libre y corrió junto a Leonor y las niñas. Ahora, López pasa los días en la misión de Nacala, otra población de Nampula. «Antes de soltarme, me dijeron: “No nos gusta tu religión. Aquí queremos islam”. Pero no tengo miedo. No me voy a marchar».
Ofelia Robledo pasea entre decenas de viviendas levantadas con cartones y lonas sin más mobiliario que cubos de plásticos y algunas ollas de metal. Mientras tanto, dice: «Aquí viven alrededor de 1.300 personas. Lo peor es el agua y la alimentación. Si esta gente estuviera en sus aldeas, podrían trabajar en sus campos. Yo les pregunto: “¿Por qué no regresáis?”. Pero cómo van a regresar… Han destruido sus hogares. La seguridad en Cabo Delgado no existe». Robledo, mercedaria del Santísimo Sacramento, es mexicana y lleva casi tres lustros en Mozambique, aunque residió durante años en San Sebastián y habla de esa manera del campo de desplazados de Maringanha, una barriada de Pemba, capital de la provincia de Cabo Delgado. «La mayoría de estas personas llegaron hasta aquí porque atacaron otro campo. Han tenido que huir dos veces». La misión de Ofelia Robledo se encuentra a apenas un par de kilómetros del campo de desplazados de Maringanha, que es solo una gota en un océano, pues hay más de 50 espacios como este en Cabo Delgado. «Se llevaron a mis hijas. Tres de ellas estaban embarazadas. Las otras tres no sé dónde están», dice Anita Pape Muse, una mujer de 38 años que huyó de Macomia, uno de los distritos más septentrionales de la región. «Yo logré refugiarme en el bosque. Después caminé diez días hasta que pude montarme en una embarcación y llegar aquí. Algunos murieron entre los arbustos. Otros se ahogaron», recuerda. La misionera añade: «Los ataques continúan; en los pueblos y en las calles… No tiene final».
Durante estos cinco años de conflicto, las hermanas mercedarias, más allá de repartir comida y dar refugio en los campos de desplazados, han integrado a madres que huían de la guerra con la gente local, han dado microfinanciaciones y viviendas a familias para comenzar un negocio y una nueva vida, han apoyado escolarmente a cientos de niños y sacan adelante un hogar de niñas huérfanas. Como Ángeles, Robledo no habla de abandonar. «No tengo miedo, ya he aprendido a convivir con él».
María del Amor, comboniana, también lleva más de media vida en Mozambique. «Esta guerra es mucho más cruel que la anterior. La otra tenía una motivación política, de poder. En esta matan a las personas como si fueran cabritos. ¿Para qué está sirviendo? ¿Para quemar y arrasar aldeas? A lo mejor estoy más vieja y más cansada, pero es la crueldad por la crueldad y resulta insoportable». Habla, sentada en una silla, en la misión en la que vive, situada en Balama, otro de los 16 distritos que forman Cabo Delgado. «En toda esta provincia no hay un solo lugar seguro», asevera.
La misión en la que trabajan María del Amor y otras tres misioneras combonianas también lleva a cabo varios programas con desplazados. Tienen talleres de costura y de alfabetización para madres que han huido del horror con varios chavales a su cargo o acogen, en su residencia para niñas con bajos recursos, a pequeñas que lo han dejado todo atrás. «Intentamos atender a 100 personas dependientes; mayores, minusválidos, ciegos…», cuenta una mañana lluviosa, mientras se dirige a una casa en la que un equipo de voluntarios ha reunido a unas tres docenas de beneficiarios. «Aquí no hay religión. Todo el mundo puede entrar», afirma. Solo tres de los 16 distritos de Cabo Delgado es de mayoría católica. «Yo era campesino. Cultivaba maíz y judías hasta que me dio una parálisis en una pierna. Una hija se hace cargo de mí, pero no nos da para casi nada», lamenta Muhayiri Sadiki, un hombre de unos 60 años que se mueve gracias a una silla de ruedas donada por las combonianas. «Dejé de ver en 2013. Algo me entró en los ojos y perdí la vista para siempre. Mi mujer me abandonó», se queja Pedro Agusi, otro varón que sobrepasa la cincuentena y que necesita a sus hijos para todo. Ni el Gobierno ni los servicios sociales otorgan pensiones por jubilación a personas que, como Sadiki y Agusi, se han ganado la vida en el campo, en el sector informal. Y son la inmensa mayoría de la población. Únicamente tres de los 32 millones de habitantes de Mozambique tienen un empleo con contrato. «La guerra está siendo dura, la situación es mala, pero da igual. No tenemos miedo. Hay que seguir», zanja.
Estrella Arjomil empezó a trabajar para erradicar la lepra en el país en 2016, «con muy poquitos medios, aldea por aldea». Mozambique diagnosticó 2.487 casos en 2022, de los que 568 fueron en Cabo Delgado. «Mucha gente recurre a curanderos tradicionales, lo que retrasa mucho los diagnósticos, o abandona la medicación porque tiene que recorrer demasiados kilómetros para llegar a los centros de salud». Por eso, planea a visitas de concienciación a líderes locales y ha logrado formar una legión de voluntarios.
Estrella Arjomil pasa los días enfrascada en ayudar a erradicar la lepra en Cabo Delgado y en las provincias colindantes y construir un hogar que sirva para dar cobijo a las personas mayores que, ya en la vejez, se ven sin nada. Este último se encuentra todavía en ciernes, aunque ya tiene destinado a ello un terreno en Pemba, donde vive y trabaja. Para el primero, la insurgencia yihadista ha supuesto un duro revés. «Al norte de la provincia solo me dio tiempo a ir un año y desde que empezó el conflicto no he podido volver». Arjomil, coruñesa de nacimiento y misionera de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, ha trabajado en campos de desplazados y ayudado a las víctimas de desastres naturales —varios ciclones han golpeado Mozambique en los últimos años—. Pero, como sus otras tres compañeras, habla de ser la voz y el refugio de los pobres. «Por todo lo que se está viviendo aquí no es momento de mirar por una misma. No estoy en una ONG, no trabajo en una empresa. Me digo que, si Dios me trajo aquí y ahora, es porque mi misión está aquí y ahora. Yo estoy por entregar la vida».