Misión Madrid - Alfa y Omega

Javier Reyes es el joven profesor madrileño que dio las gracias a Benedicto XVI, en nombre de todo el equipo de voluntarios, al final de la Jornada Mundial de la Juventud. Pero su historia en la JMJ empezó unos años antes. Le liaron, reconoce. Y a él le tocó salir a reclutar a otros voluntarios. Se hacía duro al principio, aunque, para su sorpresa, descubrió que el trabajo no requería grandes dotes de persuasión: «Muchos jóvenes querían poder ayudar; poder estar; poder participar». No era sólo afán de servicio sacrificado. Iba emergiendo una imagen de la Iglesia desconocida e insospechaba para muchos. Atractiva. El propio Javier confiesa: «Descubrí lo grande que es la Iglesia y la gente tan maravillosa que tiene, muchas veces escondida». Alguna vez se sorprendió al encontrarse a algún conocido: «Ah, ¡¿que tú también eres católico?!».

Esta semana, a Javier le ha tocado poner cara a la Misión Madrid, que canalizará el envío misionero de la clausura de la JMJ, cuando el Papa dijo: «Comunicad a los demás la alegría de la fe». Uno de los primeros retos es convocar y poner a trabajar juntos a toda esa gente maravillosa que estaba escondida y emergió, a la vista de todos, durante esos días de agosto. Ahora, muchos han vuelto a la clandestinidad. Tienen a su lado a un compañero de trabajo que también es católico, pero lo ignoran; ni saben nada de la vida de quien se sienta a su lado en Misa, porque a la voz de Podéis ir en paz, cada cual se va por su lado.

Hay un ambiente cultural que dificulta que se hable en ciertos ámbitos de las cosas de la fe. Y poderosas corrientes de opinión que enfangan la agenda religiosa y provocan estúpidas rupturas: Iglesia de Base contra jerarquía; ¿Sacerdocio femenino?¿Divorciados vueltos a casar?… El Concilio Vaticano II impulsó la evangelización del mundo, pero algunos le han dado la vuelta al calcetín, y lo que queda es la mundanización de la Iglesia, una especie de patético Quiero y no puedo ser moderno. Llama la atención que el Papa conecte la gran misión occidental que será el Año de la fe, con la superación de las divisiones en la interpretación del Concilio. Han pasado cincuenta años, y algunas lecciones deberían estar ya claras. De entrada, que no convence una Iglesia enfrascada en estériles debates sobre sus estructuras. Lo que fascina es una Iglesia que vive en el mundo su misión con naturalidad. Cuando eso ocurre, la comunidad escondida emerge, la alegría se desborda y las viejas discusiones y rencillas, sencillamente, dejan de tener sentido.