Esta es mi última columna. Alfa y Omega me ha brindado una ventana privilegiada para abrir nuestra misión a sus lectores; ahora, se la va a ofrecer a otros misioneros. Estoy muy agradecido. Como broche de este diálogo epistolar que hemos mantenido, quisiera compartir con ustedes la esencia de mi aprendizaje espiritual en estos años.
Lo resumo con una de las frases que más frecuentemente recuerdo de Julián Gómez del Castillo: «Ustedes no van a llevarles a Dios a los empobrecidos; van a encontrarse con Él en medio de ellos». Es muy provocador por ser muy sencillo y evidente: el encuentro real con Jesús, la relación filial con el Padre, el amor del Espíritu Santo y la vivencia eclesial solo son posibles en la cruz. El Señor nos lo advirtió una y otra vez: tienen que negarse, renunciar, ser perseguidos, aspirar solo al pan de cada día y compartido, estar en camino, sin provisiones o ahorros…
Lamentablemente en los últimos siglos se ha impuesto una relectura burguesa del Evangelio, promovida no por el magisterio ni por la mayoría del pueblo de Dios, sino por el clericalismo y los que lo financian. Como consecuencia, las palabras de Jesús que acabo de rememorar fueron reinterpretadas en clave espiritualista y hasta ideológica para llegar a justificar que fe cristiana y lo que llamamos buena vida son compatibles.
Los empobrecidos, con la misma fuerza que la Eucaristía, la escritura y la tradición, nos evidencian lo absurdo de esa herejía. Ellos son la cruz y las heridas que el Resucitado sigue mostrándonos para que le identifiquemos y no nos ceguemos con las luces de neón del neoespiritualismo o del secularismo, ambos desencarnados. Cruz, persecución y pobreza son los pilares de la Iglesia, acaba de defender el nuevo cardenal de Laos. Sin ellas nos falta el humus, el ambiente necesario para la experiencia cristiana.
Nunca agradeceré lo suficiente a Stephanie, a Raúl, a la prostituta de 14 años a la que salvó la Eucaristía, a Julia, a Keiven, a Fany, a Julián y a Trini, a Yanni y a Reinaldo… y a todos los demás hermanos que han ido apareciendo en estas columnas durante este año. Y a los que nunca mencionará ninguna crónica. A ellos les debo más que a nadie de este mundo. Ellos son mis maestros y serán mis jueces. Con ellos he entendido la teología, el sacrificio de la Santa Misa y la eclesialidad.
Papá Dios, con mucha vergüenza te suplico: «Sabes, mejor que nadie, que no soy digno; pero, si es tu voluntad, permíteme ser hermano de tus preferidos, de tus sacramentos en la historia que son los últimos de la Tierra. Concédeme vivir y morir a su lado. Con mis compañeros de misión. Amén».