Pensaba yo el otro día mientras observaba el acto de homenaje que se realizó en Madrid a las víctimas del coronavirus en el sentido de aquella despedida. La tuvo, sin duda, para muchísimas personas, pero yo no paraba de preguntarme qué pretendía decir el Estado español con aquel fuego y aquellas rosas blancas. Todo símbolo lleva implícito una realidad escondida, un qué que duerme en lo profundo, que queda velado ante el espejo que lo representa. Pero aquel fuego… ¿para qué era? ¿Para quién? ¿Qué tienen que ver el fuego y la rosa con la muerte, si esta no es más que el final de un ciclo biológico? Nadie soy para juzgar las intenciones de otros, ni entro en conspiraciones extemporáneas, pero veo aquella escena y, por más que lo intento, la emoción me es ajena. ¡Cómo emocionarse ante un símbolo sin reflejo! Escribió Saint-Exupéry que «lo ritos son en el tiempo lo que la morada es en el espacio». Y aquellos ritos no reflejaban tiempo alguno, no llamaban al para siempre.
Veo, en cambio, la foto que acompaña este artículo y veo un ayer enredado en el mañana. Eso es una catedral. Y ese fuego que devora la de Nantes, al parecer intencionado, simboliza el deseo de frenar ese presente continuo. Una catedral sí lleva implícito el signo de su propia aspiración, que es la eternidad. El año pasado en Notre Dame y ahora en Nantes, lo que se pierde no es piedra y mármol, sino el tiempo y el espacio. Y la vida, aunque para esto último haga falta la fe. La catedral nos regala la paz que da la historia. Sentado en cualquiera de sus bancos, contemplando con ojos cerrados el silencio de sus ruidos, el hombre se siente «conciudadano de los santos». Y en el centro está Cristo, quien, en palabras de san Pablo a los efesios, «es la piedra angular, por quien todo el edificio queda ensamblado y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor». El fuego intenta devorar ese legado, que es historia para todos y vida eterna para muchos. El símbolo, aquí sí, es el reflejo de una realidad profunda. Y los rituales que se realizan dentro del templo vienen a confirmar la esperanza de una vida más allá de la muerte, la creencia en que nuestros seres queridos pueden gozar de esa resurrección prometida.
El rito, como acaba de analizar Byung Chul-Han, «configura las transiciones esenciales de la vida». Y la catedral crea comunidad en medio del silencio. Es un mirar juntos al cielo en la confianza de ser escuchados. Pero si no hay nada detrás del símbolo, este queda desnaturalizado, reducido a eslabón, a producto, a clic. Por eso, cuando una catedral se quema, tiembla la vida misma. Las catedrales son el fruto de las generaciones, el ser silencioso y bello que soporta nuestras mundanidades con bendita paciencia. Las llamas de Nantes, como las de Notre Dame, son el reverso del símbolo, pero también la oportunidad de recordarnos que la piedra no es piedra y que la muerte no es muerte.