Mindszenty, condenado a trabajos forzosos dos años después de ser nombrado cardenal
Cuando le entregó el birrete cardenalicio, Pío XII dijo a József Mindszenty que sería el «primero en sufrir el martirio, cuyo símbolo es este color púrpura». Dos años después, era arrestado y condenado a trabajos forzosos. Liberado cuando estalló la Revolución húngara en 1956 –de la que se cumplen ahora 60 años–, su discurso radiofónico pidiendo libertad para Hungría galvanizó a sus compatriotas. Los tanques soviéticos aplastaron la insurrección, pero no el espíritu de resistencia de Mindszenty
No fue necesario que terminase la II Guerra Mundial para que el entonces obispo József Mindszenty barruntase el invierno espiritual y político que le esperaba a un buen pedazo de Europa en general y a Hungría en particular: «En el Oeste, acecha el peligro pardo; en el Este, el rojo», escribió en 1944. Al año siguiente empezó en la patria de san Esteban el acoso contra una Iglesia católica que, además de ser la primera confesión del país, poseía un vasto patrimonio rural e inmobiliario.
El acoso fue implacable y metódico. Empezando por la reforma agraria. Emprendida por los comunistas al poco de asumir el poder, privó a la Iglesia de la mayor parte de sus bienes. Después llegó un decreto sobre libertad de prensa que asfixió a todas las publicaciones católicas. Mientras se ejecutaba esta tarea, una campaña con pretexto falaz –«desprecian a los niños del pueblo y solo educan a los hijos de los ricos»– desatada desde la cúpula del régimen acabó con la enseñanza católica. A continuación, le llegó el turno a las asociaciones católicas.
Lo peor vino en mayo de 1947 con la prohibición de las manifestaciones externas de la fe, que afectó a las celebraciones y procesiones, de modo muy especial a la del Corpus Christi, que aún goza de gran devoción por tierras húngaras.
Los obispos protestaban cada vez que se estrechaba el cerco, pero solo Mindszenty se mantenía firme: «Cualquier compromiso [con el régimen] es una derrota». Pío XII sabía cómo pensaba y actuaba y, a finales de 1945, le creó cardenal, dignidad que se añadió a la de arzobispo de Ezstergöm, sede primada de Hungría, que empezó a ostentar unos meses antes.
Al entregarle el birrete el 18 de febrero 1946, el Papa le dijo en público que sería el «primero en sufrir el martirio, cuyo símbolo es este color púrpura». La premonición papal tardó dos años en cumplirse. «Es incompatible con la estabilización de nuestra democracia [sic] que una tropa de asalto del fascismo [resic] como la que se alinea detrás de Mindszenty, siga perturbando nuestra labor de reconstrucción», declaró el primer ministro, Matyas Rakosi, a principios de 1948.
Fue el pistoletazo de salida de una operación de acoso y derribo que culminó con el arresto y posterior encarcelamiento del cardenal. 40 días más tarde, tras un juicio sumarísimo, fue condenado a trabajos forzosos por «traición, espionaje, atentado contra la seguridad del Estado y tráfico ilegal de divisas».
Firmeza y prudencia
Dureza extrema. Pero no fue en vano: su caso trascendió las fronteras húngaras. Empezando por el Vaticano, donde Pío XII excomulgó no solo a todo aquel que «osó levantar una mano sacrílega» sobre Mindszenty, sino también sobre todo aquel que le impidiese «ejercer su jurisdicción». En el mundo libre, el caso sirvió para llamar la atención sobre la tragedia que vivían los obispos en la Europa comunista; no solo era Mindszenty, también figuraban, entre otros, los titulares de las diócesis de Praga, József Beran, y de Zagreb, Alojs Stepinac.
Los problemas de salud del purpurado convirtieron los trabajos forzosos en arresto domiciliario. Pero Mindszenty seguía sin poder desempeñar su ministerio. Todo cambiaría en octubre de 1956, hace ahora 60 años, cuando estalló la Revolución húngara. Lo que empezó como una protesta estudiantil el 23 derivó en una insurrección que hizo tambalearse al poder comunista. Los doce días legendarios de Budapest supusieron el cénit de Mindszenty y el inicio de su salida del escenario.
El cardenal fue liberado el día 31 e inmediatamente retomó posesión de su diócesis. Tres días más tarde, invitado por un Gobierno que había proclamado la neutralidad húngara y el consiguiente abandono del Pacto de Varsovia, el cardenal pronunció un histórico discurso radiofónico. Firme y prudente: le habían sugerido no abordar temas como el de la propiedad así como tratar con moderación a los rusos.
Aunque sus palabras sobre un nacionalismo pacífico y los derechos de la Iglesia permanecieron en la memoria de muchos, la alegría fue de corta duración pues, pocas horas después, los tanques soviéticos invadían Budapest, arrasando con las ansias de libertad de los magiares. Mindszenty se refugió en la embajada norteamericana. Su estancia allí duró 15 años.
No fue un periodo de asueto, sobre todo a partir de 1963, año del inicio del pontificado de Pablo VI y de la Ostpolitik vaticana, que pretendía, sin renunciar a sus principios, suavizar algo su postura en relación con la Europa comunista. El objetivo a corto plazo era facilitar la libertad de culto en esos países. El Papa pidió a Mindszenty que renunciara a su cargo. El cardenal se negó a hacerlo hasta 1971, cuando partió hacia el exilio. Roma defendió su pragmatismo; Mindszenty, unos principios irrenunciables. Ambas posturas eran legítimas. Hubo tiranteces. Pero hoy, seis décadas después, Mindszenty es recordado como la referencia de la resistencia espiritual y moral al comunismo.