Mi zona catastrófica
Hagamos muñecos de nieve, porque es lo que se debe hacer con lo que se nos regala: transformarlo en algo bello. Mi muñeco de nieve es, hoy, este tiempo de gracia. Espero estar a la altura y dejar de hacer planes
Cuando leo estos días a alcaldes y presidentes pedir la declaración de zona catastrófica, no puedo evitar pensar que lo que están solicitando todos es una película de esas de Antena 3 de los sábados. Que de puro malas son hasta digestivas. Una catástrofe es una cosa y una declaración legal es otra, claro, pero nos viene al pelo la palabra para tratar de arrojar algo de luz sobre la sucesión de desgracias que nos persiguen desde hace un año. Sobre todo porque nos daremos cuenta, me temo, de lo absurdo que es seguir pretendiendo blandir un límite infranqueable: la vida siempre te da más, para bien o para mal. Solo nos queda ahuecar el zurrón de previsiones, dejar espacio para la bendita providencia y ponernos a hacer muñecos de nieve, a ser posible tan bellos como esta Venus majestuosa que irrumpe en medio de la noche cerrada. Justo antes de que estallara la pandemia andaba este que escribe medio aturdido por las clases de la universidad, la tesis que no se escribe y la peque que es muy peque. «¡No puedo más!», me decía. Justo entonces, a casa tres meses, con las mismas clases en remoto y la misma peque tan peque saltando por encima de los papeles de la tesis que, poco a poco, empezaron a acumular polvo justo al lado de un enorme oso de peluche. Seguro que todos podemos compartir experiencias parecidas. Pasaron los meses y, después de una Navidad pequeña y austera, les reconozco a ustedes que estaba deseando que llegara el lunes –con la rabia que me daban de pequeño– para poder tener más tiempo para, ya saben, las clases y la tesis. Pero entonces llegó Filomena y nos pusimos a hacer muñecos de nieve y a poner a parir al alcalde y al vecino y a sacar palas de nieve de no sé sabe muy bien dónde. Y los colegios para el miércoles. Y luego para el otro lunes. Y luego ya si eso para el miércoles. Supongo que son retrasos más que razonables, pero, mientras tanto, mi pequeña familia y las no tan pequeñas deben de andar a punto del colapso. Y el bicho sigue por ahí. Tanto que cuando ya las catástrofes de andar por casa iban normalizándose resulta que a mi cuerpo le da por acoger a tan infausto vecino. Nada grave, gracias a Dios, pero aquí estoy, confinando mis proyectos y dándome toda la cuenta del mundo: Dios se ríe de nuestros planes. En mis siete metros cuadrados rezo la coronilla de la misericordia y me doy cuenta de mi torpeza. Reconozco que todavía hay momentos en que me viene el vendaval y solo deseo retroceder un año en el tiempo y volver a esa vida en la que podía hacer y deshacer y, sobre todo, quejarme de no tener tiempo para nada. Pero luego vuelvo la mirada a la Virgen, que me acompaña en este retiro, y le rezo las cuentas, y el silencio me gana, y cierro los ojos, despacio, mientras un autobús de línea abre sus puertas bajo mi ventana. Hagamos muñecos de nieve, porque es lo que se debe hacer con lo que se nos regala: transformarlo en algo bello. Mi muñeco de nieve es, hoy, este tiempo de gracia. Espero estar a la altura y dejar de hacer planes.