¿Volveré a estar con mi hermano después de la muerte? A todos, creyentes o no, en esta forma u otra parecida, esta pregunta nos asalta en algún momento de la vida.
Y a esta pregunta suelen seguir otras, sin solución de continuidad: ¿será bueno lo que me espera después de la muerte? ¿Tendré la recompensa por las injusticias que he sufrido? ¿Se cumplirán los deseos a los que no he podido encontrar satisfacción?
A estas cuestiones se enfrentó un día también la joven Antígona, personaje de la mitología griega y, sin embargo, absolutamente real, que es y puede ser cualquiera de nosotros; cualquiera que se encuentra un día delante de la decisión de a qué entregar la vida.
En efecto, Antígona, después de una vida ya dura y complicada, se entera de que una nueva ley de su ciudad prohíbe que su hermano Polinices reciba sepultura. Lo que esta ley implica es trágico: no recibir sepultura significa tener negado para siempre el acceso al reino de los muertos. Antígona no puede soportar que esto le pase a su hermano y decide celebrarle, a escondidas, los honores fúnebres. Bien sabe que la sentencia para quien se atreva a desafiar la ley es capital, pero le puede el amor para con su hermano: presa e interrogada acerca de las razones por las que se ha atrevido a desafiar la muerte, afirmará: «Mi naturaleza es compartir el amor» (Sófocles, Antígona 523).
En el fondo, aun definiéndola como insensata, necia o loca, nadie en la historia se opone a esta afirmación de Antígona. Y es que ella no es una insensata ni una necia, ni una loca: podemos añadir, no es una ingenua ni una idealista, ni una obstinada. Simplemente, Antígona tiene un horizonte más grande que ella misma: ha llegado a reconocer aquellas «leyes de los dioses no escritas y no borrables, que no son de hoy ni de ayer, sino que viven siempre, y nadie sabe de dónde aparecieron» (Ant. 454-457), y esas leyes decide seguir.
¿Por qué? —es lícito preguntarse, sobre todo si seguir esas leyes que viven siempre implican que Antígona muera ya—. Antígona misma responde: son leyes divinas, de aquellos dioses a los que no se tiene que responder solo en el tiempo de la vida, sino «para siempre» (Ant. 76). Son leyes que responden a esa naturaleza que se siente vibrar dentro, la de compartir el amor y no el odio y que la hace capaz no solo, y no tanto, de enfrentarse a la ley, sino de enfrentarse al gran escollo de la vida humana, con el que antes o después, con más o menos miedo, con más o menos paz, cada ser humano tenemos que echar cuentas: el de la muerte.
¿Volveré a estar con mi hermano después de la muerte? ¡Para eso Antígona muere! Para eso da la vida, su vida joven, aparentemente incumplida —esposa prometida de la que aún no se habían celebrado las nupcias—, ciertamente dolorosa —marcada por las desgracias de su familia—, y la da con firmeza: porque su naturaleza es compartir, y compartir el amor. Antígona da la vida para cumplir su naturaleza, para ganar a su hermano y a todos sus seres queridos para siempre, para amar y ser amada por ellos y por los dioses que esas leyes han dado para siempre.
La historia de Antígona podría concluirse así y sería magnífico. Pero no. Antígona, decíamos, es y puede ser cualquiera de nosotros. Y, como muchas veces la nuestra, su historia no se concluye así: Antígona, en el fondo, no es capaz de dar la vida. Ella, que decide morir para poder compartir el amor para siempre, se revela incapaz de compartir el amor en el presente y deja este mundo sin perdonar a su hermana, Ismene, por no haber tenido su coraje a la hora de enfrentarse a esa ley injusta y, por tanto, a la muerte.
Así somos todos… o seríamos todos. Hay algo que puede salvarnos de este incompleto que somos y así salvar a todos los hombres de hoy. Todos, como Antígona, reconocemos las leyes que viven siempre, nuestra naturaleza hecha para compartir el amor, y queremos dar la vida para nuestra plenitud: lo único que nos la puede dar es la compañía de Dios hecho carne. Ya algún siglo después de Antígona san Ireneo lo afirmaba: el Señor «trajo toda la novedad trayéndose a sí mismo, pues la Novedad iba a venir para renovar y dar la vida al hombre» (Adversus haereses IV, 34, 1). Que los que vivamos en esta Novedad gocemos de ella, para poderla así compartir con todos y todas las Antígonas que hoy pasan por nuestra vida y que esa Vida esperan.