Me había prometido no escribir nada personal, pero me han pedido esta columna por ser argentina, así que me amparo en la elección del Papa Francisco como dispensa para romper la promesa.
Aunque el miércoles 13 de marzo todo el mundo estaba pendiente de la fumata, sentí la necesidad de ir a Misa. Estaba a punto de entrar al templo, cuando vi un mensaje de mi marido con el Habemus Papam. El gusanillo de la curiosidad no me dejaba en paz, aunque no cedí a la tentación de consultar mi móvil (bueno, sólo una vez). Fue una Misa preciosa, ¡ya teníamos Papa!; la viví con mucha intensidad, aunque mi acción de gracias, al finalizar, fue tan sincera como breve: estaba deseando saber quién era el elegido.
De regreso a casa, supe que el nuevo Papa era el cardenal Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires. Sentí que un rayo de sol me calentaba el alma.
Comencé a recibir mensajes y llamadas de amigos (supongo que si yo me notaba más cerca del Papa Francisco por ser argentina, a ellos también les tocaba algo). Estaba feliz y alegre como católica, pero… ¿por qué voy a negar que la emoción aumentaba por compartir con el Papa nuestro país de nacimiento? El Santo Padre me remitía inmediatamente a esa atmósfera bonaerense que tan familiar me resultaba.
San Lorenzo, el equipo de fútbol del Papa Francisco, no sólo no me era desconocido, sino que yo misma había sido simpatizante de él. Tampoco me era ajeno el barrio donde el seminarista Bergoglio estudió antes de ser jesuita, porque era en el que yo había vivido. Hasta su escuela secundaria me resultaba próxima, porque era el instituto al que habían ido muchos amigos de mi hermano. Incluso el ministerio magisterial del arzobispo de Buenos Aires se me hizo patente el verano pasado (después de 22 años sin volver a Argentina), cuando tuve ocasión de visitar la catedral metropolitana donde lo ejercía.
Esta proximidad natural se convertía ahora en algo mucho más importante, un vínculo sobrenatural con el Vicario de Cristo. A la historia de gracias que Dios me ha concedido a lo largo de mi vida, venía a sumarse una imprevista, la de tener un Papa compatriota.
Bueno, el lector pensará que, para haberme propuesto evitar referencias personales, ya está bien…
Es cierto, pero el corazón me lo pedía. Y ya que estamos, me atrevo con la última: desde hace años, conservo una estampa de san José que me regalaron con este deseo: San José custodie tu corazón. En la homilía de inicio de pontificado, el Papa nos pidió que seamos custodios de los bienes de Dios, de la Creación y de nuestros hermanos, sobre todo de los más frágiles. Y para que eso sea posible, Francisco nos pedía custodiar primero «nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen».
Una feliz coincidencia, de ésas insignificantes.