Mi 11M - Alfa y Omega

Hoy es mi cumpleaños. Ese día en el que simplemente por haber nacido ya eres lo más importante, ese día en el que todos se acuerdan de ti y te permites ser el centro de atención, «reina por un día». Pero para mí, eso cambió para siempre hace 20 años. Dejé de permitirme ser yo la única protagonista para que en mi memoria el protagonista fuera el 11M. Para ser más exacta, «mi 11M». El 11M que yo viví. Desde entonces, dedico cada día de mi cumpleaños un ratito para hacer mi ritual 11M, y hoy formaréis parte de él.

Lo primero que hago es encontrar a alguien con quien compartir toda mi vivencia de aquel día. La suerte de tener tres hijos es que son incondicionales de mis historias, pero este año, con motivo del 20 aniversario, seréis vosotros, los que me leáis, quienes me ayudéis a hacer mi ritual.

Me desperté con mi primera felicitación del día, la de Vero, mi hermana, con mi desayuno preferido y como siempre volando a trabajar. Me recibieron mis pacientes de hospital de día cantándome «cumpleaños feliz» y estaba deseosa de que llegara la noche para la cena de celebración que habíamos organizado.

Pero pronto llegaron las noticias desde Atocha. Todo se paralizó y el pánico también se sintió en la clínica. Estas noticias tan impactantes nos tocan muchas teclas y, a las personas con trastorno mental grave, más.

Al mediodía, tras finalizar las terapias de grupo, tomé mi primera decisión, sin ser consciente de todo lo que eso implicaba… aunque en aquella época todavía no era especialista en toma de decisiones. Fue una decisión totalmente impulsiva, instintiva, guiada puramente por mi corazón. Puse fin a mi cumpleaños, me bajé del «trono de reina por un día», cancelé mi cena y me subí al coche directa a IFEMA; necesitaba ayudar en lo que pudiera ser útil.

Con mi carnet de psicóloga colegiada me dejaron entrar en ese inmenso caos donde existía un orden encubierto gracias al trabajo excelente de todos los equipos que lo coordinaban. Me asignaron a una familia para acompañar, pero, una hora después, recibió la feliz llamada de haber localizado a su hija en un hospital. Como muchas familias se habían repartido, unos en IFEMA y otros por los diferentes hospitales.

Me dieron a otra familia, la familia de M., y yo acompañaría a su marido, P.

Recuerdo un ruido terrible, la gente moviéndose muy rápido de un lado a otro, listas impresas en las que consultar el nombre del familiar, constantes preguntas lanzadas al aire a ver si alguien podía resolverlas. Hacíamos cualquier cosa que nos permitiera sentirnos útiles… todo, menos aceptar que no quedaba más que esperar y, para algunos, también rezar.

Es curioso experimentar la capacidad del ser humano para transformar un entorno tan hostil, por lo que emocionalmente se estaba viviendo ahí, en un hogar temporal formado por esa gran familia de desconocidos con una tragedia compartida. Poco a poco cada uno fue encontrando su esquinita donde sentarse, ese espacio que se convertía en ese hogar seguro al que volver después de deambular por IFEMA buscando desesperadamente noticias que nunca llegaban.

Llegó la noche y los voluntarios que ya no eran necesarios se fueron yendo. Según avanzaban las horas se iba haciendo el silencio. Muchas cadenas de restaurantes enviaron comida para que pudiéramos cenar. En nuestro pequeño hogar improvisado había una mesa y recuerdo que pusieron una bandeja enorme de sándwiches de salami de Rodilla, justo mis preferidos. Apenas comimos; yo me tomé dos y, desde entonces, 20 años después, no los he podido volver a probar.

Sonó el teléfono de P., su cuñada llamando: «¿M. llevaba las uñas pintadas? ¡Haz memoria! ¿Recuerdas alguna mancha de nacimiento, un lunar o alguna cicatriz? ¿Llevaba alguna cadena o algo? ¡Intenta recordarlo por favor!».  En la respuesta de P. estaba depositada toda la esperanza de haber localizado a M. Pero P. solo pudo contestar confuso que no lo sabía. Su cuñada le explicó, «estamos en el hospital y hemos entrado a ver a mi hermana… yo creo que es ella, pero hay otra familia que también dice que es su familiar… no somos capaces de reconocerla, estamos discutiendo que es nuestra».

A los pocos minutos volvió a llamar, habían identificado un collar de la otra familia. M. seguía desaparecida.

No sé cómo, pero todavía conseguía mantenerme entera, sin llorar. Yo soy muy emocional, pero me desconecté de mí y me centré en P., como siempre hago en terapia. Sentía con él, le apoyaba y equilibraba su esperanza con la realidad. Hacíamos un buen equipo.

Pero para mí, los peores momentos todavía estaban por llegar. El agotamiento invadía todo IFEMA y el silencio se hizo presente. Nadie conseguía dormir, tampoco mantener los ojos abiertos. Cada 50 minutos aproximadamente subía una de las personas que estaban en la identificación de cadáveres, leía unos seis o siete nombres en ese silencio absoluto y, a cada nombre, gritos desgarradores. El grito de la muerte, el grito del adiós para siempre. Se levantaban una o dos personas para bajar a identificar el cadáver a la vez que desaparecía ese hogar improvisado que se vaciaba ya de toda esperanza.

Esos gritos se quedaron grabados en mi canción de cumpleaños para siempre. Y ahí, por primera vez en mi vida, para poder aguantar hasta el final centrada en P. y apoyándole, me desconecté de mi corazón. Lo apagué.

Hora tras hora, viviendo en ese contraste entre el silencio ensordecedor y los gritos desgarradores, en esa paradoja de aferrarse a la esperanza pero desesperarse con ella, rezábamos para que no dijeran su nombre. Pero recuerdo que sobre las cuatro de la mañana, desesperado por la incertidumbre, P. me decía con culpa: «No puedo más, ya no sé qué quiero, si que no digan su nombre o que lo digan y que acabe todo este infierno. No puedo más».

En esos momentos de silencio me iba preparando para escuchar el nombre de M., para ser los dueños de esos gritos desgarradores y vivir el momento de acompañar a identificar el cadáver de M. Cada vez era más evidente que era cuestión de tiempo escuchar su nombre en aquella lista. Sin embargo, yo nunca lo llegué a escuchar. Esa famosa «toma de decisiones» de la que siempre hablo y que me obsesiona y me apasiona tanto me robó ese momento. Todavía hoy me arrepiento.

Había apurado al máximo, eran las ocho de la mañana y tenía que volar para poder llegar a atender a mis pacientes de hospital de día o decidir faltar al trabajo y quedarme con P. hasta el final. Había una variable que me influyó para la decisión: solo un acompañante podía bajar con P. a la identificación y teníamos claro que sería la médico que había empezado a acompañarnos de madrugada. Así que parecía que tenía sentido dar por finalizado mi granito de arena al 11M y acudir a mis pacientes. Sin embargo, tengo la certeza de que, si hubiera escuchado a mi corazón, me hubiera quedado… Necesitaba darle ese abrazo a P. tras la noticia de la muerte de M. y despedirnos juntos de nuestro hogar improvisado vacío ya de toda esperanza.

A los 20 minutos de irme, todavía en el coche camino a casa, recibí la llamada: «Ya han dicho su nombre».

No me di cuenta de que me equivoqué en la decisión de irme, hasta varios días después, en la manifestación. Recuerdo salir caminando por la boca del metro y encontrarme estremecida entre miles de personas todos con el corazón encogido. Me rompí como pocas veces en mi vida, no podía casi caminar. Lloré cada uno de los nombres de aquella lista, cada uno de los gritos desgarradores que todavía hoy me acompañan, y lloré ese abrazo que nunca pude dar a P. tras escuchar el nombre de M. leído en aquella lista.

Y para terminar mi ritual rezo por P. y M. y escucho a todo volumen la canción Jueves de La Oreja de Van Gogh.