Me decía el padre A. que en Cuba dejó fama de santo. Le decía yo que aquí también. Providencialmente, este sacerdote cubano –que le había tenido como director espiritual en el Seminario de La Habana, hace más de 50 años, y a cuya ordenación asistió el padre Mérito– pasó por Madrid a tiempo para darle su último adiós. Una de las cosas que más le habían impresionado siempre de su maestro había sido su modo de celebrar la Misa. Ahora intenta seguir sus pasos. La unción y el recogimiento que el padre Mérito ponía en la celebración del misterio central de nuestra fe, caló hondo en sus feligreses, a un lado y otro del Océano.
La primera noticia que oímos por la radio el día que enterramos al padre Mérito, fue que Cuba y Estados Unidos reanudaban relaciones diplomáticas tras años de enemistad. Los periodistas buscaban opiniones entre los diversos actores de este acontecimiento histórico, mientras los analistas empezaban a enhebrar conjeturas. Pero quienes llorábamos ese día la muerte del padre Mérito, veíamos una conexión inevitable entre su partida al cielo y el principio de una nueva etapa para Cuba. Todavía no sabemos cómo se tejerá la Historia, que siempre es compleja; pero sin duda, en este primer paso, el sacrificio y la oración persistente y callada del padre Mérito han tenido mucho que ver, aunque para el mundo no cuenten.
Cuando contemplaba el cuerpo exangüe del padre, veía la vida de un sacerdote fiel, totalmente entregado al Señor; o, como nos dijo otro cura que le conocía bien, «seducido sólo por Jesucristo». Recordaba cómo había sido para todos «un padre». Un padre comprensivo, cariñoso…, un sacerdote que había sabido acercarnos con sus gestos y palabras (pocas, pero que se te clavaban en el corazón), al amor de Cristo. Con una claridad inusitada le contemplaba ya como una copia de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
Es verdad que nos quedamos un poco huérfanos por su ausencia en esta tierra, pero ¡cómo no alegrarnos sabiendo que contamos con su intercesión en el cielo! Ahora, también él, junto al Señor, puede vernos tal cual somos, con nuestras miserias y nuestras grandezas. Así nos amó mientras estuvo con nosotros: con todo lo que éramos, como éramos, sin juicios, dispuesto siempre a mostrarnos la misericordia de Dios.
¡Cómo nos ha hecho ver el padre, nuestro padre, cuál es el sentido de la vida! ¡Cómo se lo hemos encontrado al contemplar la suya, y al enfrentarnos a su muerte! Los cubanos, los exiliados en Miami o los que se habían quedado en la isla; y los que disfrutamos de su paternidad y sacerdocio en Roma y Madrid, hemos sido bendecidos por su cercanía. ¡Cuánta fecundidad en ese niño enfermizo que fue débil en lo físico toda la vida, pero que el Señor convirtió en un sacerdote fuerte como un león!
Si al encontrarse con Dios ha tenido que pedirle perdón por algo (aunque se fue al cielo limpísimo, gozando de indulgencia plenaria), estoy segura de que habrá sido algo tan leve que el Padre le habrá dicho al padre: «Tranquilo hijito, ésos no son pecados, sino defectos de carácter, herencia del pecado original». Por eso, quienes le hemos querido, y le queremos ahora todavía más, sabemos que descansa ya en los brazos de la Virgen de la Caridad.