Cuando celebró Misa al lado del aeropuerto de Medellín (Colombia) en septiembre de 2017, el Papa Francisco expuso en su homilía algo sorprendente en la actuación de Jesús ante sus discípulos. Observó Jesús cómo los «preceptos, prohibiciones y mandatos» hacían sentir seguros a sus primeros seguidores, tanto que «los dispensaba de una inquietud, la inquietud de preguntarse: “¿Qué es lo que le agrada a nuestro Dios?”». Arrinconados y acomodados dentro de sus certezas, dejaron de discernir. Por eso Jesús tuvo que ponerlos frente a leprosos, paralíticos, y pecadores, cuyas realidades «demandaban mucho más que una receta o una norma establecida».
Sus declaraciones me vinieron a la mente cuando vi el torbellino de noticias provocado por las palabras del Papa sobre los homosexuales en el nuevo documental Francesco —procedentes en realidad de una entrevista de Televisa del año pasado—. Tanto los críticos del Papa de la derecha conservadora como los comentaristas liberales de nuestros medios mainstream cayeron en la misma equivocación de creer que el Papa había «cambiado la doctrina» de la Iglesia, cuando en realidad lo que hizo Francisco fue ir más allá de la doctrina, abriendo —de modo muy suave y delicado, como él suele hacer— un espacio donde muchos prefirieron no ir.
«Las personas homosexuales tienen derecho a estar en una familia, son hijos de Dios, tienen derecho a una familia», dice en los cortes incluidos en el documental del director ruso (naturalizado americano) Evgeny Afineevsky. «Lo que tenemos que hacer es una ley de convivencia civil, tienen derecho a estar cubiertos legalmente», aseveró. ¿El Papa a favor del matrimonio gay? De ninguna manera. Para Francisco, el único matrimonio posible es una unión estable y comprometida entre un varón y una mujer abierta a comunicar vida, una unión que ofrece la posibilidad —no siempre realizada, pero prevista en la naturaleza de la institución— de criar a hijos naturales de esa unión. ¿El Papa por lo menos abierto a la posibilidad de relaciones homosexuales? Tampoco. Una de las citas de la entrevista de Televisa que Francesco no incluye fue lo que agregó: «Lo que dije es tienen derecho a una familia y eso no quiere decir aprobar los actos homosexuales».
Como presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, el entonces arzobispo de Buenos Aires se opuso tenazmente al intento de redefinir legalmente el matrimonio por el entonces presidente, Néstor Kirchner. Pero tampoco quería herir la dignidad de nadie, ni oponerse a que las relaciones no matrimoniales estables de largo plazo tuvieran el respaldo y la protección de la ley. Reconoció que, sin llamarlo matrimonio, de hecho existen uniones muy estrechas entre personas del mismo sexo: comparten el mismo techo, se cuidan, se sacrifican el uno por el otro. Dos viudas que deciden vivir juntas, o dos hermanos, o quien sea, tienen derecho a ser reconocidos como familia si uno fuera trasladado al hospital, y a heredar, etc. Claro, las parejas del mismo sexo en una relación sexual también podrían acceder a esos mismos derechos. Pero no sería, en ese caso, una unión civil restringida a las parejas gay, sino más amplia. En vez de ser un matrimonio de segunda categoría —como han sido, por lo general, las uniones civiles del mismo sexo introducidas por los países europeos—, sería una institución abierta a todo tipo de convivencia estable y comprometida.
Ante el proyecto de ley de Kirchner, el cardenal Bergoglio buscó persuadir a los otros obispos a no quedarse atrincherados en la negativa tajante al matrimonio del mismo sexo, sino a ofrecer esta alternativa que reflejara los valores del Evangelio: es decir, que reconociera la dignidad de todos los hijos de Dios y su derecho a estar «en familia», en una comunidad de vínculos de confianza y de amor. Pero perdió, porque la mayoría de obispos pensaban que tal propuesta se confundiría con el matrimonio. Algunos citaron el documento del Vaticano de 2003 oponiéndose a todo reconocimiento legal de las uniones gay. Pasó lo inevitable: el Gobierno logró polarizar el debate, poniendo a la Iglesia en el campo opositor a la igualdad, a los homosexuales, a los derechos civiles, y al amor. Perdió la Iglesia no solo la batalla legal, sino muchos corazones, sobre todo de los jóvenes.
La tentación de aferrarse a una posición de pureza y resistencia dispensaba a los obispos de la necesidad de discernir, de preguntarse: «¿Qué quiere Dios para tantas parejas que no pueden acceder al matrimonio?, ¿cuál debe ser la postura del Estado ante esas uniones?».
Bergoglio, que pasaba mucho tiempo con los leprosos porteños —los trans, los gay, los descartados de todo tipo—, sabía que necesitaban mucho más que una norma o una receta. Buscaban amor, aceptación, compromiso, maneras de servir a otros. Buscaban la vida de familia.
Cuando Francisco habla, pues, de una ley de convivencia civil creo que ha escogido bien sus palabras. Consultado en 2017 por Dominique Wolton sobre la posibilidad de matrimonio para parejas del mismo sexo, el Papa contestó: «Llamémoslas uniones civiles, no hagamos bromas con la verdad». Por eso, en Francesco, habla de una ley de convivencia civil. No quiere que la Iglesia se refugie en la receta «matrimonio es entre un hombre y una mujer» sin ir más allá. El hecho de que el matrimonio sea único, insustituible, y claramente distinto de toda otra institución no es una excusa para discriminar contra los que nunca pueden acceder a ella.
Sí, la Iglesia puede hacer las dos cosas a la vez. Puede defender y promover el matrimonio, pero al mismo tiempo promover el derecho de todos a la estabilidad, el compromiso y el amor. Como se ha demostrado en la reacción de furia y de decepción a las palabras del Papa, esto no es terreno fácil. Pero es el terreno de Jesús.