Más iguales imposible - Alfa y Omega

El corazón del hombre está bien hecho y ante la más mínima impresión de ser discriminado —sea cual sea la razón: por sexo, por edad, por clase social, por ideas…— se rebela y se lanza a defender «sus derechos». Derechos que, en este contexto, se resumen en uno solo: ser igual que los demás, no ser objeto de discriminación alguna. No podemos negar que la sociedad democrática en la que vivimos exalta esta percepción de la igualdad y que, aunque existan injusticias y muy radicales —basta leer las noticias para darse cuenta de las terribles desigualdades sociales que padecemos, y no solo fuera de España— a nadie en su sano juicio se le ocurre considerarlas como naturales, como normales. Todos sabemos que no puede ser.

¿De dónde nace esta conciencia que caracteriza la forma de pensar y de vivir de nuestro mundo occidental y que nos acomuna a creyentes y no creyentes, cualquiera que sean las ideas que sostenemos en el abanico de posibilidades del espectro democrático? Para responder a esta pregunta podemos acudir a las palabras de san Pablo en la Carta a los Gálatas: «Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 27-28). El apóstol se refiere a las tres grandes causas de posible discriminación: el credo religioso que dividía la humanidad entre los miembros del pueblo elegido y el resto; el sexo, que constituía motivo de discriminación real, baste pensar al papel de los varones libres en la polis griega; y la condición social, que implicaba considerar jurídicamente a los esclavos entre las «cosas», objeto de propiedad. Dichas causas decaen radicalmente y lo hacen porque hemos sido «revestidos de Cristo», es decir, porque Cristo mismo, por el Bautismo, nos ha hecho una sola cosa con Él y entre nosotros. He aquí la fuente de una igualdad que ninguna condición social, política, económica, ideológica es capaz de destruir. Una igualdad a la que siempre se podrá volver para recomenzar las relaciones cuando, desgraciadamente, se hayan deteriorado incluso gravemente.

En la vida de la Iglesia la conciencia de la igualdad radical de todos los fieles es algo que se aprende cotidianamente y casi por ósmosis. Es una verdad fundamental de nuestra fe que el Concilio Vaticano II —referencia magisterial fundamental para la vida de la Iglesia en nuestro tiempo—, quiso volver a proponer sobre todo en el documento dedicado a la Iglesia, la constitución dogmática Lumen gentium. A la hora de recuperar una conciencia adecuada de nuestra igualdad bautismal, que por distintos motivos se había oscurecido a lo largo de la historia, el número 32 de Lumen gentium enseña: «En Cristo y en la Iglesia no hay ninguna desigualdad por razones de raza o nación, de sexo o de condición social porque “no hay judío ni griego; no hay siervo ni libre; no hay hombre ni mujer. En efecto, todos sois ‘uno’ en Cristo Jesús” (Gál 3, 28 gr.; cf. Col 3, 11). Y así, aunque en la Iglesia no todos vayan por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y les ha tocado en suerte la misma fe por la justicia de Dios (cf. 2 Pe 1, 1). Aunque algunos por voluntad de Cristo hayan sido constituidos maestros, administradores de los misterios y pastores en favor de los otros, sin embargo, existe entre todos una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo».

¿Qué claves esenciales nos propone este texto para afirmar la igualdad de todos los fieles cristianos y, por tanto, la dignidad de los fieles laicos? En primer lugar, la conciencia de que nuestra igualdad tiene su origen en Cristo mismo —por lo que es indestructible— y que, por esa razón, constituye el rostro de la Iglesia. En segundo lugar, que esa igualdad nos hace a todos corresponsables de la misión eclesial, tanto por cuanto respecta a la edificación de la misma Iglesia como por cuanto se refiere a la evangelización del mundo. En tercer lugar, que las diferencias existentes en el pueblo cristiano —entre los distintos oficios, vocaciones y estados de vida— se explican por el servicio que estamos llamados a prestarnos los unos a los otros y, en ningún caso, introducen factores de discriminación: al contrario, expresan con belleza la fraternidad cristiana.

Ciertamente, en Cristo y en la Iglesia, más iguales imposible.

El autor ha participado en la Jornada interfacultativa La dignidad del fiel laico organizada por la Universidad Eclesiástica San Dámaso en colaboración con la Vicaría del Clero y Alumni, celebrada el 11 de marzo en el Seminario Conciliar de Madrid.