María, Madre del Encuentro - Alfa y Omega

María, Madre del Encuentro

En la fiesta de la Virgen de la Almudena, el cardenal José Cobo presentó a la patrona de Madrid como maestra de unidad en la diversidad. Reproducimos a continuación su homilía íntegra

José Cobo Cano
El cardenal Cobo durante la Misa de la Almudena
El cardenal Cobo durante la Misa de la Almudena. Foto: Archimadrid / Ignacio Arregui.

Nos volvemos a encontrar, un año más, a los pies de nuestra madre María, bajo la advocación de la Almudena. Venimos a pedir que, bajo su manto, ella acoja nuestra historia, nuestro presente y nuestro futuro. Lo hacemos sintiéndonos hoy especialmente un pueblo, miembros de ese pueblo del que habla el Apocalipsis, que busca el consuelo, la fe y la bendición del Dios que todo lo hace bueno.

María aparece un año más como Madre del Encuentro. Nos hace sentirnos parte de una historia común que hoy saboreamos. Pero, además, tiene la capacidad, como madre, de hacer que, como con Juan al pie de la cruz, nos sintamos aceptados tal y como somos.

Sí, hermanos. María enseña ese rayo del Evangelio que hoy necesitamos más que nunca, pues provoca, enseña y facilita «el encuentro». Madre del Encuentro, que nos enseña a evangelizar lo que nos une y lo que nos distingue.

Precisamente porque vivimos en una sociedad de muchos desencuentros y, aún más, de muchísimas soledades, creo no ser muy catastrofista si señalo que nuestra convivencia está amenazada hoy en día por la incomunicación. O quizá, más bien, por los excesos de una comunicación marcada por la confrontación y la tentación de polemizar con todo o de herir con lo que sea para parecer mejor que el otro.

Esto ocurre en ámbitos religiosos y ocurre en ámbitos civiles. Parece que nos cuesta asumir que la diferencia no tiene por qué ser enemistad. También nos cuesta entender que aceptar dicha diferencia tampoco significa asumir que «todo vale» por el mero hecho de que alguien lo defienda.

Un solo pueblo

¿No estamos cansados de polémicas? ¿No nos hartamos de guerras y de visiones excluyentes? ¿No anhelamos algo más que tanta violencia o tantas batallas internas?

Hemos escuchado al profeta Zacarías anunciar un día de alegría y júbilo. En él se unirán muchos pueblos para hacerse un solo Pueblo. He ahí la clave: diferencia y unidad, ambas en armonía. Muchos pueblos confluyendo hacia uno solo.

Hoy, que venimos juntos a mirar a María y a la historia que ha sembrado entre nosotros, quisiera proponeros una doble mirada a nuestra Madre, que nos permita entender cómo diferencia y unidad son dos caras de la vida compartida y plena que el Evangelio nos propone.

La diferencia es valiosa. Ser diferentes es un don. La diferencia no debería llevarnos a considerarnos enemigos por el mero hecho de ser distintos.

¿Imagináis un mundo monolítico donde todos estuviéramos cortados por el mismo patrón? Es posible que en ese mundo no hubiera conflictos, pero sería una paz anodina, una sociedad de pensamiento único que, al final, solo puede ser la antesala de una falta de pensamiento crítico.

En cambio, la diferencia, como don del Espíritu, aporta matices, colores, tensión y cambio. Engendra dones diversos y diálogo; propicia el debate y nos lleva a una búsqueda más profunda de la verdad. La diferencia nos invita, una y otra vez, a revisar nuestras propias certidumbres a la vista de otras sensibilidades, y nos conduce a hacernos una de las preguntas esenciales y más difíciles de responder: «¿Quién soy yo?».

Vivir la diferencia

María enseña a vivir en la diferencia. Hoy celebramos a Nuestra Señora de la Almudena. Es cierto que la Virgen de tu barrio, la de tu hermandad o la de tu colegio es la que llamamos «la mía», con esa mezcla de devoción y afecto. Hay muchas advocaciones, y cada una nos habla de una tierra, de una época, de una historia y de una tradición. Cada imagen, cada memoria, cada advocación nos habla de nuestra propia raíz, distinta y única, y eso es algo muy valioso.

Pero la unidad también es valiosa. Más bien, es imprescindible, porque la diferencia no lo es todo. El mismo Espíritu Santo, que propicia la diversidad, conduce inexorablemente a la unidad.

Hay algo que nos une por encima de las diferencias. Cuando nos despojamos de los roles, de las ambiciones, urgencias y tareas; cuando somos capaces de aparcar por un momento miradas ideológicas que fragmentan y dividen, todos resultamos ser muchísimo más parecidos de lo que a veces intuimos.

Lo hemos visto estos días cuando la terrible DANA ha golpeado a tantos pueblos, y la gente buena ha dejado de lado todas las diferencias para ayudar, rezar y auxiliar de cualquier modo a los afectados.

Descubrimos que hay algo común: todos queremos amar y ser amados. Todos queremos tener un sitio al que llamar hogar. Todos queremos que nuestros seres queridos estén bien. Queremos ser felices y encontrar sentido cuando la vida nos hace pasar por el sufrimiento. Queremos vivir en paz. Queremos encontrar a Dios y dejarnos encontrar por Dios (me atrevo a decir que, aunque hay quien no lo llama así, sin embargo, el ansia de trascendencia está ahí). Todos queremos un mundo justo donde la dignidad humana no sea violentada por el egoísmo o el pecado. Queremos tener motivos y condiciones de vida dignas para vivir. 

Quizás diferimos en los modos de lograrlo, pero me atrevo a decir que las aspiraciones más hondas del ser humano están ahí, sembradas en la entraña más profunda de cada persona. Al final, son compartidas, comunes, universales, hermanadas.

Y ahí tenemos a María: ella nos da la clave de cómo acoger la diferencia. Ella es madre de los diferentes, madre de todos. Si os decía antes que en Ella entendemos la diferencia, aún más os digo ahora que en Ella comprendemos la unidad. 

¿Por qué tantos pueblos tan diferentes se vuelven hacia Ella? ¿Por qué termina suscitando respeto, veneración, devoción y afecto? ¿Por qué tantas veces Ella es, para muchos, el camino hacia Cristo?

Porque en Ella encontramos esos rasgos que anhelamos y que nos unen. Ella es la madre. La amiga. La primera creyente.

Ella es la que consuela cuando nos acercamos con nuestras vidas hechas jirones. Es la que, al pie de la cruz, acoge al hijo que nunca dejamos de ser. Es la que crea la familia que todos necesitamos y nos entrega al Hijo de Dios para que lo acojamos como misión única y común.

Ahora, que venimos heridos por la tragedia de tantos pueblos que viven la dureza de la DANA; ahora, que experimentamos la vulnerabilidad del ser humano ante las fuerzas de la naturaleza; ahora, que nos reconocemos pequeños y experimentamos que no podemos controlarlo todo… ¡nos sabemos diversos y tenemos un ejemplo de cómo vivir unidos a lo fundamental!

Con María, que supo permanecer al pie de la cruz, hoy experimentamos que la debilidad y la tragedia también unen a nuestros pueblos y a la gente buena. La diversidad también se afronta a los pies de todas las cruces, aprendiendo desde la fragilidad y la vulnerabilidad. Sabiendo que allí se queda Dios. Sí, allí permanece, discreto y silencioso, pero actuante; muere con los que mueren y vela, como María, esperando impaciente al lado de los crucificados una ayuda que tarda en llegar. Ella, enlutada, muestra también el rostro consolador del buen Dios y lo hace visible a través de tantas personas que, con gestos de solidaridad y entrega, se esfuerzan por enjugar las lágrimas de quienes lloran tantas pérdidas incomprensibles.

Manos marianas

Por eso, vivir la diversidad es aprender de María a estar junto a las cruces de quienes sufren la devastación, permanecer junto a las cruces de nuestras propias familias o las de los jóvenes que no pueden hacer proyectos de vida por no tener vivienda. Son también las cruces de quienes, incluso trabajando, no llegan ni a fin de mes; las de los que están solos y deprimidos; las de quienes vinieron de muy lejos y siguen sin tener papeles; las de los que lloran sin que nadie les enjugue las lágrimas; las de quienes sufren tantas guerras abiertas en cualquier parte.

Necesitamos unas manos marianas que nos enseñen a valorar lo precioso del respeto a la diversidad y al pluralismo, vivido como una cualidad del Dios Trinidad y no como agresión. Políticos de todos los colores y ciudadanos de todas las procedencias: necesitamos, hoy más que nunca, construir entre todos una vida pública más humana y una convivencia más amable. Precisamos con urgencia recrear una diversidad humanizada, donde prime el diálogo, el sosiego y el respeto mutuo. 

Que María, Nuestra Señora de la Almudena, nos ayude a caminar juntos sin negar las diferencias en este Madrid complejo y plural. Que nos enseñe a converger hacia el Evangelio por los distintos caminos que forman parte de nuestro origen y de nuestra historia. Que María siga siendo, para nosotros, madre de la paz y madre de los que están al pie de cada cruz.

Santa María de la Almudena, Madre buena: ¡ruega por nosotros!