María, esperanza Inmaculada
¿Qué pensamientos cruzarían su mente en esa hora final? Meditar la vida de la Virgen es quizá la oración más segura. Ella nos hace inteligible a su Hijo, es el puente que nos ayuda a cruzar, el diccionario que traduce, la que sujeta la escalera
Hay quien piensa que los dogmas son zapatazos de la Iglesia a nuestra conciencia. Pero una de las demostraciones más evidentes de que no es así es el de la Inmaculada Concepción, que acabamos de celebrar. El pueblo de Dios arrastró durante siglos la certidumbre interior de la perfección de María y no fue hasta 1854 cuando fue certificado por la Iglesia. María ha sido siempre la madre del pobre, del que sufre, del que nada sabe; ella es la cuerda que nos quiere llevar al cielo. Por eso esta foto es acaso más literal que evocativa. Los bomberos de Roma le suben cada año a la Virgen una corona de flores. Y en ese hombre que asciende, peldaño a peldaño, estamos todos, arrastrando nuestros tropiezos, braceando a veces en medio de la niebla, pero subiendo, seguimos subiendo, por el caminito que a cada uno se nos ha dado, acompañándonos los unos a los otros, siguiendo las huellas de los que nos precedieron, conciudadanos de los santos y cobijados bajo el manto de María. «Apareció en el cielo un signo sorprendente: una Mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y tocada con una corona de doce estrellas», leemos en el Apocalipsis. En ese atardecer romano, la luna se hizo presente con su misma sonrisa junto a la Inmaculada. Los que hemos sido niños en los Sagrados Corazones conocemos bien a nuestra patrona, hemos crecido con ella y con lo que su vida nos enseña. Porque María no es una divinidad, era una muchacha sencilla que vivía en una remota aldea, escogida por Dios, misteriosamente, para el más grande de los destinos. ¿Cómo se sentiría aquella chica —«turbada», dice Lucas— cuando el ángel Gabriel le anunció lo que estaba por venir? ¿Cómo afrontaría ese embarazo, sabiendo lo poco que sabía, en aquella vida austera, difícil, llena de incertidumbre? ¿Cómo iría descubriendo, de la mano de José, la santidad de su Hijo? ¿Cómo fue sabiendo, poco a poco o de golpe, que Jesús le sería arrebatado y que así tenía que ser? ¿Cómo limpiaría su cuerpo ultrajado, al pie de la cruz, ese día en el que ella sola sostuvo a la Iglesia entera? ¿Cómo acompañaría a los primeros cristianos con paciencia y sabiduría, como un faro al que acudir cuando seguir a Cristo era motivo de desprecio y persecución? ¿Qué fe no tendría esa mujer, ya mayor, cuando fue sabiendo que su hora llegaba, qué pensamientos cruzarían su mente en esa hora final? Meditar la vida de la Virgen es quizá la oración más segura. Ella nos hace inteligible a su Hijo, es el puente que nos ayuda a cruzar, el diccionario que traduce, la que sujeta la escalera. Los cristianos han masticado todo esto durante siglos, mucho antes de que fuera un dogma, porque solo alguien libre de manchas puede ayudarnos a combatir las nuestras. Con ese gesto que se repite desde 1923, los bomberos de Roma, con flores a María, encienden cada año el fuego de la esperanza Inmaculada de la que todos vivimos.