En varios artículos leídos este verano he notado la decepción por lo que sus autores consideran cansancio y bloqueo de la reforma de la Iglesia auspiciada por el Papa. Es una música de fondo que sube de intensidad desde que Francisco alertara sobre algunos aspectos del camino sinodal alemán y, sobre todo, desde que no satisfizo lo que algunos habían predeterminado sobre la ordenación de casados en Querida Amazonia.
El mal humor de algunos comentaristas revela que nunca han entendido la naturaleza de la reforma a la que se refiere el Papa, que no se refiere sobre todo a cambios estructurales y menos aún doctrinales, sino a una conversión profunda, al «movimiento del corazón que necesita partir para permanecer, cambiar para poder ser fiel». Es verdad que para favorecer ese movimiento es necesario a veces poner en cuestión costumbres y comportamientos arraigados en el cuerpo eclesial, como ha hecho Francisco, y eso ha causado también malestar en la franja opuesta.
Unos y otros deberían abandonar la pretensión de marcar el camino al Papa y de juzgarle según sus esquemas ideológicos. Como explicaba Francisco en el ángelus del 23 de agosto, un cristiano solo puede caminar seguro «en consonancia con lo que la Iglesia, reunida en torno a Pedro, continúa proclamando». No hay fecundidad ni profecía fuera de esta consonancia que requiere una conversión constante. Pero la arrogancia de algunos les lleva a pretender mantener bajo control la agenda del pontificado, y a confundir las trincheras de la lucha ideológica con la profecía cristiana.
La pandemia y sus consecuencias urge, ciertamente, la profecía cristiana, en medio de un mundo que busca a tientas y que con frecuencia se ahoga. Y no la ofreceremos entretenidos en discusiones estériles ni diseñando estrategias de laboratorio, sino viviendo al aire libre una fe con todas sus implicaciones, en consonancia con el camino histórico de la Iglesia, ofrecida cordialmente a quienes buscan con sinceridad el significado de este drama que es la vida de todo hombre y mujer.