«Estoy hecho de madera de deriva», canta Jorge Drexler. António Zambujo con su voz trasplantó la letra muy cerca del fado portugués, donde ha encontrado la hondura que necesitaba para llegar donde nacen nuestras vidas. Las maderas de deriva son los troncos que llegan a las orillas transformados por el desgaste de las aguas. Hay quien las recoge para decorar con ellas sus casas. Quizá porque figuran la deriva de nuestras propias vidas.
También algo de mí va a «merced de la resaca del río». Soy nueve meses sordo, mudo y ciego en un vientre que no escogí. Soy el amor de mi madre que no merecía, sus sufrimientos, sus tensiones sobrevenidas. Soy las palabras inteligentes de mi padre y sus hondos silencios. Sigo enredado en los juegos y disputas con mis hermanos. A la sombra de mis abuelos, vivo en el recuerdo de la Navidad donde todavía estábamos todos.
Soy los partidos de fútbol entre clases casi siempre aburridas, pero que algo me enseñaron. Soy los compañeros de los que ya no me acuerdo y el primer beso que no se me olvida. Borracheras de adolescencia que también me hicieron, como las de mayor jugando a ser niño todavía. Soy mis maestros y llevo siempre conmigo a mis amigos. Soy el silencio de mis oraciones. No pienso casi nada que no haya leído en los libros que cayeron en mis manos. Soy el ritmo de mi música.
El mal dormir marca mis ojos, «con mis luces malas y mis noches buenas». Avanzo peleando conmigo mismo, lloro a veces y río. Soy mis horas perdidas, mis pocos aciertos y mis muchos errores. «Tengo las aristas tan pulidas»: mis pecados, cantos rodados por el perdón y la misericordia. Soy las personas a las que he amado y ayudado; pero también las que he dañado o abandonado. Soy cada línea que escribo y todavía más las que callo. Ahora me dan forma tus ojos que me buscan entre líneas.
Soy lo que he sido y se ha ido. «Me fui tatuando de agua y de tiempo». Tengo la forma de mi pasado, de lo que me ha sido arrebatado. «Soy todo aquello que no puedo llamar mío»; una huella de todo lo que he perdido. El tiempo es un tigre que me devora, pero yo soy ese tigre. Soy mi propio destrozo, la vida que he perdido viviendo. Agitado, «vengo, voy y vengo».
Y, sin embargo, no formo parte de la marea. Soy la forma que queda, la resistencia a perder lo perdido. Soy el perfil de lo que permanece, porque hay algo que no es devorado por el tiempo. O mejor dicho, hay alguien que es corroído. Estas maderas de deriva tienen de hermoso justo lo que se queda en la corrosión. Yo «soy este que quedará en pie cuando yo muera». Soy lo que queda cuando todo se acaba, lo que se resiste a morir y a perderse en el tiempo, lo que no puedo llamar mío. ¿Por qué resisto a la marea? ¿A dónde llegar en mi deriva?
La pregunta es molesta. Los que nos conocen querrían resolver las dudas, decirnos que somos lo que siempre fuimos. Como si fuéramos deriva, y no lo que resiste a ella. La política, la biología, la psicología, la sociología, la filosofía y la teología: pesan las vidas y definen lo que somos. Basta el número. El algoritmo nos mira y nos mide. Lee nuestros movimientos. Se ofrece a salvarnos, a darnos un lugar en el mar de datos. Porque, es verdad, somos también esos datos: lo que comemos, lo que votamos, lo que gastamos.
Pero lo que somos, aunque nos entretiene casi todo el tiempo, no importa demasiado; porque quien tiene que tener sentido, quien sufre y llora, quien elige y se equivoca, somos nosotros. Esos que nos resistimos a ahogarnos y seguimos el curso de las aguas. Por muy parecida que sea mi vida a tantas otras, solo yo viviré esta vida mía: ¿qué sentido tiene volver a salir siempre a flote? Porque vivir cansa. La libertad de vivir la propia vida, de sobrevivir a las mareas y navegar sobre las olas fatiga nuestro cuerpo y nuestra alma.
Por eso, también nosotros muchas veces queremos sencillamente dejarnos llevar. Porque es agotador buscar el sentido a la deriva. El mar abierto no tiene contornos. De ahí que intentemos que nos baste con ser abogados, médicos, padres de familia, curas o funcionarios. Nos entregamos al mecánico flujo de estas desiertas oficinas que no radian las agonías. Pensamos que siendo cosas o haciendo cosas acallaremos la cuestión realmente urgente, lo único que realmente quema. Pero nada puede atrapar ese que soy, y que siempre se escapa a todos los trajes a medida. ¿Quién soy yo?
Para responder quizá necesitemos llegar a la orilla. Quizá sea necesario alguien que nos sea puerto y transforme nuestra deriva en travesía con sentido. «Un día derivé hacia tu orilla. Quedé varado en un recodo de tu arena. Te hiciste con mis sueños y con mis pesadillas, con mis luces malas y mis noches buenas. No sé qué es eso que llaman destino. Acaso apenas una veta en la madera. Yo solo sé que hice un alto en el camino. Y que hoy me quedaría por siempre a tu vera».