MacIntyre y Newman: la centralidad de la tradición en el catolicismo - Alfa y Omega

MacIntyre y Newman: la centralidad de la tradición en el catolicismo

El escocés es continuador en la filosofía moral de una idea ya presente en la visión del santo converso y teólogo inglés del siglo XIX

Juan de Dios Larrú
Ilustración de Alasdair MacIntyre y John Henry Newman

Hace pocos días, el 21 de mayo pasado, fallecía a los 96 años de edad el conocido filósofo Alasdair MacIntyre (1928-2025). De origen escocés, tras más de 70 años de producción filosófica, ha marcado una época en el campo de la ética y de la filosofía política. Tras haber sido sucesivamente marxista, anárquico y nacionalista escocés, MacIntyre, hacia finales de los años 80, ha retornado a la fe cristiana y ha sido recibido en la Iglesia católica. Para este autor, habitar en un sistema filosófico es participar en una historia, lo que supone insertarse en una narrativa. La indagación filosófica tiene una historia y se desarrolla en la historia; por consiguiente, habitar un universo inteligible es poder narrarlo. Considerar la vida de cada persona como una narración, como una «unidad narrativa» («narrative unity»), es posible por el florecimiento de las personas.

Su obra más conocida, After Virtue, tras nueve años de investigación, sale a la luz en 1981. En ella realiza una acerada crítica de la ética moderna. Vivimos «después de la virtud». La obra del filósofo escocés afincado en la Universidad de Notre Dame constituye un grito de alarma sobre la sociedad occidental, que ha perdido las referencias éticas permanentes. Según su diagnóstico, nos encontramos en un ocaso de civilización, donde los bárbaros nos gobiernan desde dentro desde hace décadas. La pérdida de la finalidad en el dinamismo del actuar humano ha conducido al proyecto moderno a una situación de naufragio. Los términos morales se han desgajado de la tradición de la que provienen. De este modo, el lenguaje ético ha perdido su univocidad y se diluye en la ambigüedad que impide el auténtico diálogo entre diferentes tradiciones.

La crisis epistemológica que se desencadena en la modernidad ha derivado en la configuración de un sujeto dominado por la emotividad y el expresivismo. La prevalencia del sentir sin ningún propósito se alimenta de un subjetivismo respecto a la verdad. El emotivismo lacerante de nuestro tiempo hunde sus raíces en la filosofía de George Edward Moore (1873-1958). Moore pensaba que el bien era una realidad suprasensible, una cualidad misteriosa, irrepresentable e indefinible, que era un objeto de conocimiento y que (implícitamente) ser capaz de verlo era, de algún modo, tenerlo. Moore pensó el bien desde la analogía de lo bello. Ahora bien, la imagen para comprender la moralidad no es tanto la visión cuanto el movimiento.

MacIntyre va a buscar una rehabilitación de la ética buceando en su historia y recuperando las tradiciones éticas más importantes. La tradición aristotélica de las virtudes le va a llamar poderosamente la atención. La magnanimidad y la búsqueda de la excelencia en la acción se encuentra en el corazón del dinamismo virtuoso. Uno de los ejes de su pensamiento es la reivindicación de una racionalidad práctica abierta, injertada en la naturaleza teleológica.

En la propuesta ética de MacIntyre, la tradición ocupa un puesto central. Distanciándose de toda concepción tradicionalista, nuestro filósofo comprende una tradición intelectual como una tradición de discurso; es decir, una aproximación al conocimiento por medio de un conjunto de textos, con intérpretes que se ubican en una perspectiva histórica. La disparidad entre las diversas aportaciones que surgen a lo largo del tiempo da unidad a una tradición viva, permitiendo su apertura a correcciones y aportaciones en el futuro. Hay muchas tradiciones éticas, y él dialoga desde la tradición aristotélica enriquecida posteriormente por santo Tomás de Aquino.

Lo «tradicional» en el contexto moderno es lo recibido de una generación anterior que sigue practicándose por inercia cuando ha desaparecido su justificación. MacIntyre se pronuncia enérgicamente contra esta concepción de tradición. Para él, una tradición lo es en la medida en que busca una explicación racional de la cosmovisión y los preceptos morales e instituciones sociales que engendra. En este sentido, MacIntyre no puede ser acusado de tradicionalismo o conservadurismo, pues no se propone recuperar el concepto de tradición desde un punto de vista exclusivamente sociológico.

Desde mi punto de vista, MacIntyre es continuador en la filosofía moral de una idea de tradición ya presente en la visión de san John Henry Newman (1801-1890). Nos encontramos ante una figura señera del siglo XIX, por su conversión desde el anglicanismo y su permanente búsqueda de la verdad. La doctrina del desarrollo del dogma y la doctrina sobre la conciencia son quizás las dos mayores contribuciones de Newman para la renovación de la teología.

La convergencia de su investigación científica sobre los orígenes del cristianismo y la Iglesia antigua, junto a su estudio de la naturaleza de la fe como certeza fundada sobre la autoridad divina, condujeron a Newman a abandonar el anglicanismo y acercarse a la Iglesia católica. El punto de partida para afrontar la cuestión del desarrollo es la relación entre verdad e historia. Newman considera que la verdad, siendo intrínsecamente histórica, es alcanzable. En este sentido, nuestro autor siempre luchó contra lo que denomina «el principio liberal» en asuntos de religión. Frente a él, promovió el principio dogmático, que formula del siguiente modo: «Entonces, que existe una verdad, una única verdad, que el error religioso es en sí mismo de naturaleza inmoral, que quienes lo mantienen, a menos que sea involuntariamente, son culpables por mantenerlo […] que la mente está por debajo y no por encima de la verdad y que es obligatorio, no disertar sobre ella, sino venerarla» (Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana).

La intención principal de esta obra maestra fue mostrar que los «añadidos» católicos no eran aditamentos, sino desarrollos legítimos. Newman distingue el verdadero del falso desarrollo identificando los criterios o las notas que caracterizan al primero. La identificación de los mismos es recabada de la observación empírica de la correlación del fenómeno «desarrollo-corrupción». Dado que Newman procede sintéticamente, los criterios son aspectos de un proceso total.

La teología anglicana de su tiempo, con una postura connatural al espíritu inglés, profesaba la «vía media» entre la sola Scriptura luterana y la sola Traditio católica. Newman va a alejarse de estas posturas a partir de la consideración histórica de la Iglesia. Conviene advertir que no se trata de interpretar el cristianismo desde las tesis del idealismo alemán, el historicismo o el modernismo. En este sentido, desarrollo no es lo mismo que evolución. La evolución implica el cambio de una cosa a otra distinta. Sin embargo, la enseñanza de la Iglesia no evoluciona, sino que se desarrolla. Ciertamente, siempre es posible lograr una mejor articulación y una comprensión más profunda de las verdades de la fe. Newman no sostiene el carácter continuo de la revelación divina, sino que afirma que la idea cristiana produce una transformación de la historia y genera múltiples desarrollos.

Nuestro autor parte de la noción de idea viva o idea-impresión: a diferencia de las ideas matemáticas, una idea viva crece, cambia, se va haciendo más precisa al encontrarse con otras ideas en diferentes lugares y tiempos. Su tarea consiste en buscar criterios para distinguir los desarrollos legítimos de los falsos aditamentos. Al inicio de la segunda parte de su ensayo sobre el desarrollo del dogma, Newman nos ofrece siete notas de diferente lógica, independencia y aplicabilidad para distinguir los desarrollos sanos de una doctrina. Lo que se ha de averiguar es la unidad y la identidad de la idea consigo misma a través de todas las etapas de su desarrollo.

Para Newman, desde la relación entre verdad e historia, dos concepciones del desarrollo son claramente descartables: una anacrónica, que considera previamente implícito lo que más tarde es definido como dogma; y otra arcaica, que niega la legitimidad de cualquier afirmación que no se encuentre claramente en el Nuevo Testamento. Esta es la postura protestante clásica. Newman va a desarrollar una original epistemología que le va a permitir integrar en el principio global de la revelación los criterios del desarrollo doctrinal que se han verificado en la historia. En este sentido, si la teología neoescolástica era insensible a lo histórico, para Newman el desarrollo implica historicidad.

Siguiendo el proceso de conversión a la Iglesia católica del cardenal Newman, podríamos decir que la condición para pensar la idea misma de tradición moral es el redescubrimiento de la comunidad como única alternativa a la crisis moral actual, una crisis que se caracteriza precisamente por el individualismo anómico y nihilista. Según Zygmunt Bauman, el hombre contemporáneo es un solitario interconectado. Así, para el sujeto moral contemporáneo no parece haber un espacio entre el individualismo solipsista y el impersonal colectivo, que le consientan forjar su identidad moral en el interior de una tradición determinada. Como afirma MacIntyre, al final de After Virtue: «Lo que importa ahora es la construcción de formas locales de comunidad, dentro de las cuales la civilidad, la vida moral y la vida intelectual puedan sostenerse a través de las nuevas edades oscuras que caen ya sobre nosotros. Y si la tradición de las virtudes fue capaz de sobrevivir a los horrores de las edades oscuras pasadas, no estamos enteramente faltos de esperanza».

Generar ambientes donde pueda vivir la vocación al amor el hombre actual, siguiendo el modo de vivir de Cristo, impulsado por el Espíritu Santo, es de vital importancia para el futuro.