Luz sobre Afganistán
Ningún hiyab bien o mal colocado ha curado nunca enfermedad alguna. Al contrario: el extremismo religioso, que es siempre antinatural, constituye la verdadera herida que se está marcando a fuego en la piel de las afganas de hoy y de mañana
Los peores crímenes son los que se cometen en la oscuridad, cuando nadie está mirando. Los muertos de Yemen no existen para el mundo; ni los de Siria, cuya guerra hace tiempo que desapareció del periódico y del tuit; menos aún los muertos del Congo, Malí, Burkina Faso o Níger. Afganistán, sus mujeres y su futuro, amenazan con correr la misma (mala) suerte. Cuando en el verano de 2021 los talibanes se hicieron con el control del país, muchos quisieron creer en sus palabras de reconciliación. Sus barbas parecían menos largas y sus sonrisas menos oscuras. Los vimos incluso disfrutar de algunas de las atracciones que el poder occidental había dejado en el país tras su precipitada y vergonzosa huida. El nuevo Gobierno afgano solo tenía que esperar a que el gran ojo del mundo encontrase nuevas ocupaciones. Siempre hay una guerra más grande, una crisis con decorados nuevos, una injusticia más guapa, una tristeza más amarga. La luz fue abandonando aquellos desiertos, alejándolos con determinación de nuestras rutinas. Hasta que la oscuridad ha encendido el interruptor. Los talibanes han ido borrando páginas del calendario hasta regresar a la distopía rudimentaria y espesa que tanto añoran. Esa en la que la mujer no es un sujeto autónomo y libre, sino un apéndice del hombre, poco más que un objeto decorativo reducido a su vientre. La semana pasada se las prohibió ir a la universidad y esta se les ha vetado trabajar en organizaciones no gubernamentales, de las que dependen millones de afganos. ¿Qué esperanza puede tener una joven de 12 años a la que se impide estudiar y trabajar fuera de casa? Pienso en una de ellas, una sola, mirando las cuatro paredes de su hogar, sola en su tristeza inagotable, mirando por la ventana un mundo ajeno, preguntándose por qué el mundo se ha olvidado de ella.
Solo la luz puede salvar a esas mujeres. Necesitan de nuestra mirada, de la atención del mundo, que su pobreza nos subleve y que nuestros gobiernos recuperen la presión hacia ese régimen abyecto. El silencio del mundo legitima la opresión de los talibanes. Y no hay excusas culturales que valgan: la dignidad de cada ser humano no depende de ninguna ley, de ninguna tradición, de ninguna fe. ¿Cuántos niños morirán porque no hay ninguna mujer como la de esta foto de un hospital de Khost, que cuida con delicadeza y ciencia? Como ha denunciado Médicos sin Fronteras, sin mujeres no se puede asegurar la atención médica a los millones de afganos que dependen de las ONG. Ningún hiyab bien o mal colocado ha curado nunca enfermedad alguna. Al contrario: el extremismo religioso, que es siempre antinatural, constituye la verdadera herida que se está marcando a fuego en la piel de las afganas de hoy y de mañana. Volvamos nuestra mirada hacia ellas. Que la luz del mundo desenmascare a ese régimen genocida que utilizó el tiempo, arma eficaz, barata y segura, para adormecer a este Occidente posmoderno y descreído. Es hora de despertar.