Luz de Navidad - Alfa y Omega

Madrid aparece estos días maravillosamente iluminada. Confieso sin rubor que las luces de la Navidad no solo no me molestan, sino que me encantan. Con intención o sin ella, hablan de aquella Luz única de la noche de Belén, de la que no logran desprenderse, tras más de 20 siglos, ni los más rabiosamente escépticos. Pero es que, además, este año en Madrid la iluminación subraya todo lo que da origen a las celebraciones que se avecinan, el Niño Jesús, María y José, y aquellos Magos que llegaron de lejos para conocer el sentido de un Universo que les cautivaba y llenaba de preguntas. Ellos podrían ser un emblema de lo mejor de esta época, la búsqueda del sentido por tantos de nuestros contemporáneos.

Madrid sigue siendo una urbe bulliciosa y secularizada, en la que los católicos somos una realidad significativa, pero distamos de ser una mayoría hegemónica desde el punto de vista religioso y cultural. Afortunadamente, las reglas de convivencia de nuestra ciudad siguen siendo las de una democracia plural, con una nota importante: en ella se expresa una laicidad que valora lo que significa el patrimonio de la Navidad y por eso no teme llamarla por su nombre. Esta explicitación no pone en peligro la laicidad ni mortifica a agnósticos o a musulmanes, ni a cualquiera que no se encuentre patológicamente enfrentado con su historia. En otras latitudes de España se vetan belenes en plazas o edificios en nombre de una falsa neutralidad y se oculta en la decoración cualquier referencia al contenido de una fiesta fundante de la tradición europea. Ese ejercicio de cancelación no tiene nada que ver con la tolerancia y deja nuestro espacio público entregado al vacío. Las luces y los belenes contribuyen a un espacio público acogedor y significativo para todos. Pero en ningún caso sustituyen a la luz que cada cristiano está llamado a ofrecer a un mundo que busca razones para esperar. Sin la luz que enciende en el corazón el Niño nacido en Belén, las otras luces serán solo un decorado cada vez más incomprensible. A los políticos les decimos «gracias», pero no esperemos de ellos lo que nos corresponde a cada uno de nosotros.