Yanni y Reinaldo viven con dos hijos adolescentes, con otro mayor que se quedó parapléjico tras ser tiroteado y la hija de este. En la casa contigua habita su única descendiente femenina con el esposo y un bebé. Cuentan con un solo ingreso fijo para los nueve, por lo que se ven obligados a matar tigritos, que es como llamamos aquí a los trabajos informales. La situación familiar de Yanni y Reinaldo se podría considerar prototípica de los pobres de Venezuela.
Un pollo o una bolsa de leche en polvo –presentación habitual de este producto básico aquí– cuestan cada uno el 50 % de los ingresos fijos semanales de esta familia. Un cartón de huevos, el 30 %. La mayoría de los pobres han dejado de consumir estos alimentos y su dieta se reduce a tubérculos como la yuca y sardinas como fuente proteica. Los venezolanos han perdido una media de ocho kilogramos en el último año y medio. En los hospitales estatales no hay antibióticos, ni siquiera jeringas. Hemos visto a cientos de personas tiritando de fiebre haciendo cola para recibir el tratamiento contra el paludismo, que entregan incompleto, lo cual causa que no se cure correctamente, con la consiguiente repetición de brotes hasta provocar la muerte o consecuencias irreparables para los órganos vitales. Mientras esto ocurre, el Gobierno chino acaba de vender al venezolano una ingente cantidad de armas represivas. Un puñado de países de la Organización de los Estados Americanos (OEA) han vetado una resolución de presión a nuestros gobernantes a cambio de más petróleo y el negocio de las drogas. Todos contra los empobrecidos.
En medio de este sufrimiento impuesto voy entendiendo las bienaventuranzas. Los empobrecidos, los humillados, los perseguidos… son dichosos no porque sean mejores que los demás, mucho menos porque ese oprobio sea algo bueno en sí o querido por Dios. Ellos son bienaventurados porque el Padre los ama con amor preferencial. Y ellos lo saben, lo viven a diario. De su experiencia de ser amados con ternura infinita nace su espontánea solidaridad, virtud que no se mide por lo que damos sino por lo que nos quedamos, según nos dice Jesús al hablar de la viuda en el templo. Solo los empobrecidos comparten hasta lo necesario para vivir.
Yanni, con la que empezamos este artículo, llamó ayer a mi puerta llena de alegría. Había podido comprar una bolsa de leche y quería darle la mitad a mi anciana tía. Su rostro resplandecía de gozo. Disimulando, me fui a la capilla a pedir perdón al Señor. Yo tenía otra media bolsa de leche escondida para que nadie me la pudiese pedir. Yanni, que todos los días escucha a sus nietos llorar de hambre, compartió lo que les hacía falta. Solo los pobres son solidarios. Bienaventurados.