Los últimos del CIE de Tarifa
El cierre definitivo del centro situado en la isla de Las Palomas es para las entidades que acompañan a los migrantes una buena noticia, pero en Algeciras avanzan los trámites para la construcción de otro mucho más grande
Mohamed Laatiris, Abdelbar Ben El Mahjoub, Moshine Himdi y Omar Lahmidi tienen muchas cosas en común. Son marroquíes, han migrado a España —Mohamed y Abdelbar, debajo de un camión; Moshine y Omar en patera— buscando una vida mejor o escapando de las amenazas de muerte. Fueron internados en el CIE de Tarifa entre el 26 y el 28 de enero y liberados el 12 de marzo por la noche, ante el acecho de una pandemia cuyos destrozos entonces nadie podía imaginar. También compartieron tres días en la calle hasta que encontraron un techo gracias a la Asociación Cardjin, entidad vinculada al Secretariado de Migraciones de la diócesis de Cádiz, donde siguen. Lo que no sabían es que aquel lugar hermoso por fuera —está en la isla de Las Palomas, en un antiguo complejo militar— y terrible por dentro, donde pasaron entre 41 y 43 días, no volvería a ver la luz como CIE más, y que ellos serían algunos de los últimos migrantes en pasar por allí.
Los cuatro narran en conversación telefónica con Alfa y Omega la monotonía de los días, las horas encerrados en las habitaciones con uno o dos compañeros, las salidas al patio, los 120 minutos diarios para conectarse con el móvil los que tuvieran internet, la ducha de agua fría a las 20:00 horas o la cena y película de pendrive en hora y media. También la dificultad para descansar por las noches por el ruido del viento, mezclado a veces con la lluvia, y las pastillas que tuvieron que tomar para poder dormir un poco.
«Me he sentido como en una cárcel», afirma Abdelbar. Sus palabras las repiten el resto de los compañeros, que las completan. Omar dice que allí dentro «no se podían ver ni los pájaros» y Moshine añade que «nunca se sabe qué hora es». El contraste con su situación actual es extremo; ahora ya no tienen en la boca la palabra cárcel, sino la libertad. Esto es, para ellos, «poder hacer una vida normal».
Aquellos días de marzo también fueron las últimas visitas de la Asociación Claver de Sevilla, que pertenece al Servicio Jesuita a Migrantes, a este CIE —también acudían al de Algeciras; ambos están bajo la misma dirección—, una labor que realizaban cada jueves desde 2016.
El 12 de marzo, el último día que pudieron entrar, fue Armando Agüero, responsable del programa de visitas al CIE en Claver-SJM. Entonces ya existía una preocupación real por los protocolos para prevenir los contagios y, de hecho, él mismo pidió una entrevista con la dirección, que le aseguró que se estaban tomando medidas, tanto de distanciamiento entre los internos como de chequeo previo al ingreso que realizaba Cruz Roja. «En lo que se refiere a las entrevistas, no fue un día diferente al resto. Recuerdo que vimos a chicos jóvenes muy esperanzados con poder salir», explica Agüero.
El jesuita Josep Buades Fuster, director de la asociación, había realizado su última visita una semana antes, el jueves 5 de marzo. Aquel día se preguntó si ir con mascarilla o no, y desechó la idea porque pensaba que sería una forma «de insultar a los internos», una manera de decirles: «Tengo miedo a que me contagies». «Había un ambiente enrarecido. Sabíamos que había una amenaza, pero tampoco teníamos las ideas tan claras».
Los rostros tras los muros
A Buades se le agolpan las historias y las personas de estos años de visitas a Tarifa desde Sevilla. Recuerda que los dos primeros años los internos eran en su mayoría subsaharianos, pero tras denunciar que se les estaba generando «un sufrimiento inútil», pues eran muy pocos los expulsados, desde la Administración decidieron llevar allí a aquellos cuya expectativa de salida del país era más alta. Y se llenó de magrebíes.
Recuerda a una farmacéutica marroquí afincada en Sevilla que, tras quedarse sin trabajo, les estuvo ayudando en labores de interpretación. «Pudimos tener conversaciones con una mayor profundidad humana y espiritual. Algunas veces, tras escuchar a los chicos, se levantaba y se iba a un rincón a llorar. Porque una sesión en el CIE te puede dejar hecho polvo», cuenta Buades.
Pero entre todos los nombres, Buades guarda dos: Sufian y Fouad. El primero, un joven que había sobrevivido a un naufragio del que solo se salvaron cuatro de las 24 personas a bordo. Un chico que había sido abusado por unos vecinos cuando era niño y al que culparon por ello. Tenía perfil de asilo, pero cuando fueron a visitarlo una segunda vez ya no estaba. «No sabemos si fue puesto en libertad y se marchó o fue devuelto», explica Buades.
Las historia de Fouad, dentro del drama de la migración, fue más amable. Había cruzado a España para ver a su padre, un hombre que había migrado a distintos países y había ido teniendo hijos en todos ellos. «Mi padre está ciego, tiene 80 años y no sé cuanto vivirá. Quiero verle y darle un beso», le dijo al jesuita.
Cuando Josep Buades se enteró de que el padre vivía en Sevilla, fue a visitarlo y, tras una larga conversación, se planteó llevarlo al CIE para que se encontrase con su hijo. «Llegaron a Tarifa, Fouad vio a su padre con el bastón y se echó a llorar. Las personas de Cruz Roja también se echaron a llorar, y los policías… Entonces, el joven se tiró a los pies del padre y lo cubrió de besos», añade. Fouad fue finalmente expulsado, pero «había cumplido su misión».
Son las historias que se guardan bajo unas instalaciones hechas polvo y cuya capacidad se ha ido reduciendo paulatinamente desde los 120 a los 40 internos. El no estar masificado ha hecho, según Buades, que el trato con la Policía vaya más allá de la deferencia e incluso alcance el afecto.
Que ahora hayan cerrado el CIE de Tarifa para siempre es buena noticia, pero no tanto. También acabará cerrándose el de Algeciras, pero hay uno en proyecto al lado de la cárcel de Botafuegos que multiplica por diez la capacidad de los dos existentes. «Me preocupa un macro CIE, donde se perderá la calidez humana. Cuando te presentan las bondades de la nueva construcción dan ganas de decir que qué maravilla, pero para un uso que, cuando uno se acerca al sufrimiento de la gente que está dentro, remueve las entrañas», completa Buades.
Por eso lo ideal sería que ese centro —los planes están avanzados— nunca llegase a construirse. Así, las historias de Fouad, Sufian, Moshine o Abdelbar, entre otros, tendrían un horizonte más claro.