Los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén
Festividad de la Sagrada Familia
Hace algo más de un siglo que el Papa León XIII instituyó la fiesta de la Sagrada Familia, con la finalidad de que los creyentes pudiéramos contemplar un modelo evangélico de vida, al mismo tiempo que encomendarnos a su protección. Si la veneración a los santos, centrada durante los primeros siglos en los mártires, ha servido siempre para ser conscientes de que es posible vivir de cara a Dios, la meditación en torno a la familia de Nazaret sitúa la familia como el paradigma de la santidad vivida con la ayuda de otros. Aunque solo Mateo y Lucas abordan en su Evangelio los episodios de la infancia del Señor, su testimonio es de gran valor para percibir, por un lado, que Jesús es verdaderamente hombre: como el resto de humanos ha tomado carne y nacido de una mujer, conforme lo expresa san Juan con la expresión «y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros».
Por otro lado, descubrimos que Dios ha querido que su Hijo naciera en el seno de una familia, cuidado por la Virgen María y san José.
Sometido a la ley
El pasaje evangélico de este domingo da cuenta de que los padres de Jesús lo llevan a Jerusalén para presentarlo al Señor, insistiendo en que con ello se cumplía tanto la ley de Moisés como la ley del Señor. Una vez mostrado que Jesús es verdaderamente hombre, con un origen concreto en una familia, el evangelista ha querido destacar que el Señor estará sometido a los principios y costumbres del pueblo en el que ha nacido. Sin embargo, más allá de indicarnos el cumplimiento de unos preceptos religiosos o civiles, se está poniendo de relieve que con Jesucristo se está dando plenitud a la ley de Moisés, incluso desde los momentos iniciales de su vida encarnada. El que años más tarde se situará con una autoridad superior a la de Moisés, como Hijo de Dios, se va a presentar ante la humanidad ya como quien da pleno cumplimiento en su persona a lo que ha sido anunciado desde siglos. De hecho, si nos fijamos detenidamente, junto a la palabra «ley», «cumplimiento» es otro de los términos más destacados en este texto.
La bendición de Simeón y Ana
Precisamente, para significar el cumplimiento de las promesas y de la antigua alianza, encontramos en el Evangelio a dos personajes, el anciano Simeón y la profetisa Ana, que reflejan al grupo de israelitas justos que aguardaban desde hacía siglos este momento. La reacción al encontrarse con el niño Jesús es la de quien experimenta que ha llegado la plenitud de los tiempos, como expresa de modo particular el cántico de Simeón. Dios no solamente nos ha visitado, sino que además lo hemos podido ver, puesto que la gloria de Dios se nos revela en su Hijo. Además, las fórmulas «presentado ante todos los pueblos» y «luz para alumbrar a las naciones» indican ya el futuro, no solo del Niño, sino también de la Iglesia como nuevo Israel, cuya misión será la de extender hasta los confines del orbe la Buena Noticia que ahora se empieza a cumplir. La actitud de ambos personajes, bien entrados en años, testimonia, pues, que las promesas del Señor se cumplen siempre, a pesar de que humanamente tantas veces no haya motivo para la esperanza.
A menudo quisiéramos que Dios actuara según nuestro reloj y tenemos el riesgo de caer en la tentación de la desesperanza. Sin embargo, Simeón y Ana nos enseñan que quien ha puesto durante años su corazón en el Señor nunca ve defraudadas sus expectativas. En este sentido, también la presentación de Jesús como «signo de contradicción» y la predicción a María de que «una espada te traspasará el alma» es una advertencia a todos los creyentes de que ni María ni los primeros discípulos del Señor se vieron privados de pruebas y contrariedades a la hora de adherirse a Jesucristo.
Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del Niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre:
«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –y a ti misma una espada te traspasará el alma–, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los 84; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con Él.